«En una partida de ajedrez a veces juegan más de cuatro caballos.»
Savielly Tartakower
Que me aspen si entiendo las decisiones de nuestro alto mando. Sin tener la posición afianzada ni más apoyo en el altozano que el parco servicio que podamos ofrecerles, los arqueros se han lanzado al ataque contra una unidad de caballería pesada. Y lo increíble es que van ganando.
Desde nuestra posición tenemos una visión magnífica de la llanura que se extiende ante nosotros, solamente quebrada por la pared de piedra de nuestra derecha y un bosquecillo de álamos que hay lejos. Las flechas vuelan pillando de improviso a la caballería enemiga, y tras dos salvas perfectamente ejecutadas al galope nuestros arqueros han cargado a toda velocidad todavía con tiempo para acabar con varios hombres antes de llegar al cuerpo a cuerpo. Ahora la contienda se resuelve a golpe de sable, y pese a las recias armaduras enemigas la superioridad con la que nuestros hombres han llegado al combate les brinda una ventaja decisiva. Pronto los estandartes enemigos pasarán a nuestras manos manchados de la sangre de nuestros rivales.
Pese a la victoria no me siento especialmente contento. A mis lados varios hombres gritan animando a nuestros camaradas, sin embargo no veo yo demasiados motivos para la alegría. Desde el cerro inferior no ha subido aún ninguna unidad de apoyo, y no tenemos ni la más remota idea de qué se trae entre manos el alto mando enemigo. No se aprecian movimientos de tropas, ni polvo en la lejanía indicando una carga de caballería; una inquietante calma se ha apoderado del campo de batalla, apenas rota por los gritos de furia de los pocos hombres que todavía luchan contra nuestros arqueros. Esta paz vigilante me está poniendo los pelos de punta.
Nuestro capitán debe de pensar algo parecido, pues de su rostro ha desaparecido la perenne seriedad mutando a un gesto más sombrío, más adusto. De mayor preocupación. Se mueve tenso en la retaguardia tratando de no mostrar su desasosiego ante nosotros, pero a mí no me engaña: se huele algo. Algo gordo. Algo que nos va a obligar a colocarnos en la diana otra vez.
Acaba la contienda entre los arqueros a caballo y la extinta unidad pesada enemiga y la guerra parece haber acabado. Como si esa última lucha fuese un punto y final a esta absurda batalla con los hombres agonizantes siendo los últimos en caer por motivos equivocados. Incluso yo, pese a mi juventud, me doy cuenta de que detrás de cada pelea hay intereses que escapan totalmente a nuestro conocimiento. Y así nos va. Unos matándonos sin razón y otros aprovechándose de ello. Tampoco me voy a quejar, es la vida que me ha tocado vivir y la vivo lo mejor que puedo, llevándome por delante a todo el que se interponga en mi camino.
De puntillas entre mis compañeros echo un vistazo a nuestra espalda y veo con cierta desesperación que nada ni nadie se mueve en nuestro bando. ¿A qué esperan para mandar a todas las tropas loma arriba? ¿No era esta la carga definitiva? Tampoco tengo mucho tiempo para pensar en esto, pues el viento cambia de dirección soplando hacia el sur trayendo un eco que nos pone los pelos de punta. Desde los álamos escuchamos un sonido metálico, frío y duro, seguido de un temblor de tierra demencial: una llamada de corneta pone en marcha una nueva carga de caballería. Lo que sigue a este sonido es un alivio para nosotros, pues en vez de ver a jinetes y monturas de frente –algo que he vivido ya en esta batalla–, les vemos salir de un lado del bosquecillo, en formación de cuña, derechos hacia los arqueros a caballo que no saben cómo reaccionar. Muchos han desmontado y están saqueando cadáveres de entre los restos de la batalla. No están preparados. Van a morir.
Conscientes de que volvemos a ser la única unidad de nuestro ejército que queda en la loma, la pesadumbre empieza a propagarse con rapidez. Está atardeciendo y en todo este día hemos luchado más que nadie entre nuestras filas. Estamos cansados, mal alimentados y hechos unos zorros, habiendo perdido más de tres cuartas partes de nuestros compañeros. Y sin embargo aquí seguimos, firmes, decididos a aguantar no por nuestros superiores o la gloria de nuestra nación, sino por nosotros mismos. Estamos en medio de la nada sin importarle a nadie, pero estamos juntos y esa es nuestra fuerza. Creo que soy yo el que piensa estas palabras, pero me descubro escuchándolas procedentes de la boca de nuestro capitán. Consciente del peligro de desmoralizarnos ha optado por lanzar una arenga para unirnos más aún. Todos contra el mundo y a la mierda lo demás.
Un nuevo temblor de tierra corta el discurso de nuestro capitán, dejándonos con la boca seca y las manos tensas aferradas de nuestras armas. Todos mirando al frente esperando un nuevo ataque, sorprendidos al no ver enemigo alguno a nuestro alrededor. Entonces giramos la vista y estallamos en gritos de júbilo al ver una columna de caballería pesada ascender al trote cerro arriba, deteniéndose a nuestro lado. Subiéndose la visera de su agresivo yelmo de boca de rana, el líder de la unidad se inclina hacia el de la nuestra y tras unas breves palabras vuelve a erguirse sobre su corcel –un precioso ejemplar tordo de fuerte musculatura que puede adivinarse bajo la armadura– alejándose seguido por sus hombres. Al volverse, el rostro de nuestro capitán tiene un gesto que no veíamos desde la noche anterior. Es un gesto decidido, valiente. Gesto de batalla.
Antes de que abra la boca nosotros ya sabemos qué hacer. Apretando las armas contra nuestros pechos revisamos nuestra formación y nos disponemos a avanzar hacia el enemigo. Esta vez nos toca apoyar la carga de caballería guardándoles la retaguardia en caso de necesitar replegarse, por lo que con los cascos calados y paso decidido nos adentramos en la nube de polvo que levantan los corceles que nos preceden rasgando el aire con la punta de nuestras picas.
Continúa leyendo Un día en la guerra aquí