«El peón es la causa más frecuente de la derrota.»
Wilhelm Steinitz
Con la retaguarda más o menos cubierta y los ánimos en alza el capitán decide que hay que moverse. No es muy inteligente quedarnos guardando la ruta más rápida para que el ejército enemigo descienda desde el altozano hasta la caballería ligera. Siendo tan pocos si les da por cabalgar hacia nuestra posición no podremos pararlos. Estratégicamente tiene sentido mantener nuestra posición, guardar un punto que se ha vuelto vital para el devenir de la batalla, pero no estamos por la labor de seguir siendo los conejillos de indias de nuestros superiores. Si nuestros enemigos necesitan esta vía libre para comunicarse, por nosotros pueden quedársela.
La pira sigue ardiendo cuando pasamos junto a ella. No la miramos más que de refilón pues el hedor a carne quemada y el humo nos hacen entrecerrar los ojos escuchándose arcadas entremezcladas con toses… En realidad yo no la miro porque me recuerda lo cerca que he estado de acabar formando parte de ella, de no ser más que otro cadáver requemado que ya cumplió con su misión en este mundo.
Revisamos el escondite donde hemos dejado a los heridos, que parecen apañarse bien en espera de poder establecer una ruta para retroceder. Los menos graves cuidan del resto aplicando ungüentos y limpiando gasas, e incluso los que peor aspecto tienen parecen decididos a salir adelante. Son soldados duros, tan orgullosos en su insignificancia que hasta las Parcas dudan si pueden llevárselos o no. Mirándoles me acuerdo de la historia de Caronte, que me aterrorizó de pequeño durante años, y metiendo la mano en un bolsillo respiro tranquilo al palpar dos pequeñas monedas. Servirán para cruzar la laguna Estigia llegado el caso.
El lugar que nuestro capitán elige como destino es una pared de roca en la que poder refugiarnos de miradas indiscretas, ya que al este creemos que sigue el fuertemente armado cuartel general enemigo con al menos una unidad de caballería pesada escoltándolos. Las tripas nos empiezan a sonar: ha pasado la hora de comer y con tantas emociones no hemos tenido un instante para servir el rancho. Es momento de sacar de nuestros petates los pocos alimentos que tenemos –pan duro, algo de carne en salazón y agua fétida– y disfrutarlos como si de verdaderos manjares se tratasen. Al abrigo de la piedra y con el estómago lleno nos parece que todavía tenemos posibilidades de salir vivos de la contienda, y eso nos reconforta ante la perspectiva de estar atrincherados y sin contacto con nuestros superiores durante lo que puede ser una eternidad.
Aprovechando el buen ánimo general nuestro líder nos hace formar contra la pared, pudiendo así mantener una barrera de picas sólida al ahorrarnos cubrir los flancos y la retaguardia. Desde fuera nos observa dando distintas órdenes para evaluar la capacidad de movimiento de los treinta y seis hombres que tiene bajo su mando y una vez está satisfecho organiza las guardias y nos deja descansar. Él se retira a unos pasos del resto rumiando lo que ha visto para, imagino, diseñar tácticas adecuadas en caso sufrir un ataque imprevisto.
La verdad es que el capitán ha escogido con muy buen criterio el lugar donde nos encontramos. Defensivamente es intachable, haciendo una curva que nos esconde de ojos curiosos desde el este y al mismo tiempo ofrece una visión despejada del acceso a la llanura. Nuestras ropas hace rato que abandonaron su blancura original pasando a ser de un pardo sucio, por lo que estamos perfectamente camuflados entre el marrón tierra del polvoriento suelo y el gris de la roca. La única pega de nuestra ubicación es que ya no tenemos contacto visual con el resto de las tropas, de modo que no disponemos de información alguna de cómo van las cosas a nuestro ejército. No estoy discutiendo la decisión de nuestro líder, ya que ahora mismo su principal preocupación es mantenernos con vida, pero quizás su exceso de celo nos ha llevado a perder la valiosa vía de comunicación que teníamos con nuestros superiores. Aunque teniendo en cuenta las órdenes que nos han dado desde la noche de ayer casi mejor.
Me separo de mis compañeros mirando el horizonte para intentar encontrar un poco de paz entre tanta guerra. Debo de intentar, pienso, encontrar algo de tranquilidad en mi interior pues fuera sólo redoblan tambores y repiquetean los cascos de los caballos, chocan las armas y rugen las gargantas. Nunca hay silencio. Y yo ahora lo que necesito es silencio. Cierro los ojos y respiro hondo mientras las voces de mis compañeros se van convirtiendo en siseos en el viento que se alejan, dejándome el paso franco hacia mi batalla personal. Esa que se libra dentro de nuestra mente de forma continua, recia, sin tregua alguna pues no hay forma de escapar a ella. Sentimientos encontrados y dudas que nos avasallan en una suerte de balanza que regula nuestras emociones sin piedad. Porque en el fondo todos sabemos lo que hay. Todos sabemos que no podemos engañarnos a nosotros mismos.
Inmerso como estoy en la lucha contra mis fantasmas noto cómo el susurro del aire ha cambiado, procedente del oeste, trayendo oscuros sonidos que hacen temblar la tierra. Abriendo los ojos no puedo evitar que una sacudida de terror me doble las piernas cayendo de espaldas cuan largo soy, reptando hacia atrás ante la poderosa visión que aparece ante mi vista: una columna de corpulentos corceles galopa en nuestra dirección con las armaduras de sus jinetes centelleando bajo el sol. Son los arcabuceros a caballo enemigos, que han abandonado su posición y cubren la distancia que les separa de nosotros a gran velocidad. Una carga de caballería es un espectáculo bellísimo si se observa desde la distancia, pero cuando banderolas, armas y cascos vienen directos hacia ti la belleza desaparece y sólo queda un doloroso pavor recorriéndote las entrañas.
El cuerpo no me responde y las primeras bestias están cada vez más cerca. Estoy tan asustado que no puedo ni gritar, limitándome a cerrar los ojos esperando que todo pase rápido. Tengo mi alma en paz y las monedas para Caronte en el bolsillo; una muerte más que digna. Sin embargo sigo escuchando las voces de los hombres y el trote de los caballos cerca, pero no tanto como para arrollarme. Arriesgándome a que una herradura cayendo sobre mi cráneo sea lo último que vea en este mundo entreabro los ojos y me encuentro con que la columna ha desaparecido desvanecida en una densa nube con olor a cuadra. ¿Dónde se han metido?
En ese momento aparecen a mi lado el capitán y otros dos hombres que me ayudan a levantarme y me preguntan qué ha ocurrido. Yo no les respondo porque ya lo sé. De una carrera llego al borde del barranco al tiempo que escucho el estallido de decenas de arcabuces masacrando a nuestra caballería pesada.
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