«Desconfianza es la característica más necesaria de un jugador de Ajedrez.»
Siegbert Tarrasch
Recuento de bajas total: cuarenta y seis entre heridos y muertos. Los primeros han sido cobijados en un entrante en la roca que nos ha parecido el lugar más seguro para ellos. Los segundos están siendo amontonados en una pira que prenderemos en breve, de forma que el enemigo no pueda vejar los cadáveres de nuestros caídos si viene a por nosotros. Solamente quedamos treinta y seis soldados en condiciones de pelear, treinta y cinco si descontamos el batidor que ha enviado el capitán para informar de nuestra situación al alto mando. Un vigía está subido en el montículo desde el que caí durante la batalla y nos anuncia puntualmente el movimiento de tropas enemigas; la caballería ligera ha desaparecido, pero afortunadamente el resto de unidades montadas no se han movido de su sitio. Tras su precipitada huida, la plana mayor negra debe de dudar si hemos sido enviados para reconocer el terreno o como avanzadilla del ejército rival, no queriendo lanzar un ataque hacia nuestra posición con la élite de sus fuerzas y caer en una posible trampa. Eso quiero pensar, porque de otra manera no me explico qué hacemos en pie todavía.
El hombro me duele una barbaridad pero no pienso dejar que se note. Camino por el campo de batalla con otros soldados saqueando los cadáveres llenos de polvo y heridas que, envueltos en sus mortajas negras, están tirados de cualquier manera en el lugar donde murieron. El capitán ha ordenado dejar a los enemigos como ejemplo de lo que le ocurrirá a todo aquel que ose desafiarnos. Entiendo que nuestro líder sólo intentaba motivarnos cuando pronunció esas palabras, pero creo que ahora mismo los ánimos no están para arengas guerreras. Estamos cansados, perdidos en una tierra hostil tan dura que ni siquiera sirve para enterrar a nuestros compañeros y en pie solamente porque alguna deidad con mucho sentido del humor nos mantiene vivos para disfrutar del dantesco espectáculo de la guerra.
Una voz nos hace levantar la cabeza asustados. No es el vigía, sino un compañero que asomado al barranco nos hace señas. Miramos al capitán y este se encoge de hombros. Para los pocos que quedamos no os voy a privar de ver lo que sea que hay ahí abajo, dice su gesto, por lo que dejamos nuestras tareas y nos acercamos curiosos. Entre dos cabezas manchadas de sangre puedo apreciar un maltrecho pendón blanco que asciende por el intrincado camino que nos trajo hasta aquí: nuestro heraldo regresa, lo cual es una buena noticia, pero regresa solo, lo que nos desmoraliza un poco al vernos de nuevo abandonados por nuestro mariscal.
El mensajero no se espera tanta concurrencia al llegar a lo alto de la loma, y busca con la mirada al capitán antes de abrir la boca. Cuando lo encuentra se acerca a él recuperando el aliento y le susurra algo al oído, a lo que el otro niega con la cabeza. Todos los aquí presentes se han ganado el derecho a escuchar de primera mano las nuevas que traigas –dice solemnemente–. Cuéntanos a todos qué dice nuestro mariscal. Las noticias no pueden ser peores. Tras nuestra maniobra el cuartel general por fin ha decidido enviarnos apoyo, pero para cuando una columna de arqueros a caballo estaba dispuesta a subir loma arriba en nuestro auxilio, una unidad de caballería ligera les ha bloqueado el paso tomando el cerro que nosotros habíamos ganado la noche anterior. Para colmo de males una compañía de piqueros cubre el flanco oeste de la loma, por lo que recuperarla no va a ser fácil. No sólo estamos apartados de nuestro ejército, sino que tampoco tenemos escapatoria. Desvalidos, sin apenas suministros y con únicamente treinta hombres para defender la posición. No estamos solos, estamos muertos.
Soldados, ya veis cómo están las cosas, sentencia el capitán. Sin decir nada más se da media vuelta y se acerca al lugar donde hemos apilado a nuestros compañeros, sentándose frente a ellos con el chisquero en la mano y unas briznas de paja en la otra. Paciencia y pericia se unen y al tercer intento prende el matojo, que rápidamente echa a arder en el aire mientras cae sobre la pira que servirá para dar el último adiós a nuestros caídos. Los que tienen las cabezas cubiertas retiran sus cascos, dedicando un último recuerdo a aquellos que han muerto luchando a nuestro lado. En la guerra no hay tiempo para muchas sensiblerías, pero el respeto entre camaradas no debe perderse nunca. Ellos ya no están aquí, y los vivos tenemos la responsabilidad de luchar evitando que sus muertes hayan sido en vano.
Poco a poco las llamas van correteando entre los cadáveres, lamiendo carne y tela convirtiéndolas en ceniza. Huele mal, pero aguantamos con los ojos llorosos la oscura humareda que el aire disipa en mil jirones de muerte. Cuando ya todos los cuerpos se han unido a la gigantesca llama damos por terminado ese improvisado ritual de despedida, sintiéndonos algo mareados. A mí la cabeza se me va y las piernas me tiemblan… un momento… no son mis piernas las que tiemblan, es el suelo el que lo hace. El viento, siempre caprichoso, cambia de dirección trayendo el eco de un clamor ronco y profundo, pétreo, como si la tierra misma bramase por las almas de los soldados. Sin embargo nada mágico hay en todo esto pues una nube de polvo se levanta en el sur, abajo en el campo de batalla, y pronto el cruento sonido del choque de lanzas nos adelanta lo que acaba de ocurrir: una columna de caballería pesada ha cargado contra los piqueros que cubrían la subida oeste del cerro, convirtiéndoles en un amasijo de cuerpos pisoteados por los rocines. También vemos una unidad de arqueros llegando a buen paso desde el bosque, y otra de piqueros avanzando segura en dirección a la loma sur, la misma por la que nosotros subimos hace unas horas para madrugarles el ataque a nuestros enemigos. Que nuestro ejército esté cercando la subida hasta nuestra posición es muy buena noticia. Pronto podrán relevarnos y tomar ellos la iniciativa en la vanguardia de nuestro bando.
Respiro aliviado mientras veo cómo los caballos ataviados con sus pesadas armaduras cargan una y otra vez contra los pocos piqueros que quedan en pie, y no puedo evitar unirme a la sonrisa colectiva que une a los treinta y seis soldados que quedamos en el altozano. Nuestra mala fortuna arde en la pira junto con los cadáveres de nuestros compañeros. Llegan tiempos mejores.
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