«Peones: ellos son el alma del Ajedrez; solos, forman el ataque y la defensa.»
François-André Danican «Philidor»
Esta batalla es mucho más cruenta que la que libramos contra la caballería, con esos malditos cosiéndonos a flechazos hasta llegar al cuerpo a cuerpo. Sólo mis reflejos me han librado de caer en lo alto del montículo esquivando los proyectiles, que silbando sobre mi cabeza se han precipitado sobre mi compañía sin apenas darme tiempo a dar la alarma. Sin embargo la segunda descarga me ha pillado avisando a voces a mi capitán, que rápidamente ha ordenado formación de ataque, y ahora mismo me encuentro tirado en el suelo con una flecha clavada en el hombro mientras escucho ahí abajo cómo los hierros chocan, los filos desgarran y los cuerpos se quiebran entre gritos de dolor.
Desde mi privilegiada posición –pese al flechazo mi posición es considerablemente mejor que la de mis compañeros– veo manchas negras y blancas intentando matarse entre la nube de dolor que irradia por mi pecho. Me cuesta respirar pero ante el dantesco espectáculo sólo puedo pensar en una cosa: tengo que bajar a pelear. No sé cómo pero tengo que hacerlo. Entonces hago un esfuerzo para incorporarme y veo al noroeste un montón de pendones negros, caballos e infantería alejándose de nosotros. Hemos llevado la batalla hasta el cuartel general enemigo y no nos hemos dado ni cuenta.
El descubrimiento me insufla unas energías que no sé muy bien de dónde vienen, mezcla de hermandad entre soldados y odio hacia nuestros enemigos y sus líderes, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Rompo la flecha dejando la punta incrustada en la carne e inicio el descenso sin valorar del todo las opciones que tendré con una herida sangrando, un brazo sin apenas fuerza y como única arma la daga que llevo colgada al cinto. Ya habrá tiempo de enfrentar dificultades en medio de la reyerta.
El brazo derecho apenas puede cargar con el peso de todo mi cuerpo, pues el izquierdo lo utilizo únicamente para palpar la roca y cerrar los dedos alrededor de cualquier protuberancia a la altura de mi cadera, como una especie de seguro anti caída que sé que va a fallar pero que de alguna manera me permite ir más confiado. La naturaleza humana a veces tiene estas cosas absurdas.
Cuando he completado la mitad del descenso echo un vistazo a mis compañeros en una tentativa de evaluar de qué lado caerá la contienda. El polvo que se ha levantado no me deja ver cómo van las cosas, pero no sé si porque prefiero pensar así o si de verdad las cosas nos van bien, me parece advertir que el número de manchas negras caídas en el suelo es algo mayor al de las blancas. Puede que la fortuna nos siga sonriendo –pese a todo–, pero las bajas van a ser demasiado cuantiosas como para mantener la posición en caso de que el ejército enemigo decida atacar con el resto de unidades. O nuestro mariscal nos manda apoyo rápido o nos podemos dar por muertos. Menos mal que al alto mando enemigo no le ha dado por cargar contra nosotros y barrernos sin contemplaciones, porque poco habríamos aguantado de haber tomado esa decisión. Creerán que somos la avanzadilla de una fuerza mucho más numerosa, que pronto aparecerán a nuestra espalda los refuerzos poniendo en peligro la vida de sus líderes, y por eso huyen evitando así el enfrentamiento directo. Que mueran otros por defendernos, pensarán orgullosos sin saber que solamente somos una compañía de piqueros en misión suicida cerro arriba, y que el resto de nuestro ejército ni está ni se le espera.
Faltarán cinco metros para llegar al suelo, que retembla ante la fuerza de las acometidas, cuando uno de los duelos se desgaja de la pelea trayendo el sonido del choque de los aceros hacia mí. Dos fieros combatientes intentan flanquearse sin tregua sabiéndose únicos responsables en su danza mortal. El que va vestido de negro camina seguro balanceando el peso de su gruesa espada en la mano, relajando los músculos entre estocada y estocada intentando penetrar la defensa del contrario. No alcanzo a verle el gesto, pero pese a mi escasa experiencia guerrera puedo imaginarlo rudo y tenso, como todos los que he visto en el campo de batalla, con un punto de hastío en la mirada ante la perspectiva de matar una vez más. Mi sorpresa es mayúscula cuando reconozco una melena sucia y pegajosa de sangre sobre el maltrecho uniforme blanco del otro combatiente: no es otro que nuestro capitán, que cojea con una flecha atravesando su gemelo derecho. Consciente de la ventaja de su rival se limita a defenderse con movimientos secos, intentando ahorrar energía y esperar el momento propicio para contraatacar. Sin embargo ese momento no llega, y tras un vago intento de desarmar al de negro recibe un fuerte golpe en el mentón con la empuñadura del sable, tirándole al suelo lejos de su hierro.
Veo a mi capitán gatear hacia la roca. Veo también al otro acercarse alzando su espada para dar el golpe final. Y veo que, sin saber muy bien cómo, mi cuerpo se ha separado de la pared y se precipita hacia abajo, cayendo a plomo sobre nuestro enemigo. No sé en qué momento he tomado la decisión de lanzarme al vacío –ni siquiera sé si la he tomado o simplemente he resbalado–, pero tengo el tiempo justo para prepararme ante el impacto e intentar reaccionar al mismo tan rápido como pueda una vez llegue al suelo. La idea es buena, pero la ejecución no tanto. En cuanto choco contra el soldado de negro mi hombro herido estalla lanzando una descarga de dolor que me deja paralizado en el suelo sin poder moverme. Por suerte la puntería no me ha fallado y con el golpe he derribado a mi objetivo manteniéndole inmovilizado bajo mi peso.
No sé qué hace mi capitán, pues estoy a punto de vomitar por el dolor, que nubla mi vista e impide que pueda mover un solo músculo. Boqueando en el suelo noto cómo el arquero negro se revuelve tratando de apartarme mientras grita, hasta que un salpicón me ensucia la cara de rojo y las voces de mi enemigo cesan de golpe. Entreabriendo los ojos puedo ver un charco de sangre manando de su cara, que partida en dos tiene el filo de un sable clavado hasta la calavera. El sabor de la sangre ajena en mis labios, la flecha en mi hombro y la asquerosa visión que tengo a menos de un palmo del rostro hacen que mis tripas se retuerzan al tiempo que pierdo el conocimiento.
Me duele el hombro y la cabeza, y estoy aturdido cuando me despierto. Me encuentro tumbado entre otros heridos, cerca de la cuesta por la que subimos hace un rato, y me incorporo con dificultad intentando comprender qué ha ocurrido. Son demasiados los hombres que hay a mi alrededor, quizá la mitad de la unidad, con los uniformes hechos jirones, vendajes improvisados y hasta miembros amputados. Supero al levantarme un leve mareo y me acerco a dos compañeros que, en pie, observan el campo de batalla desde un barranco. Allí abajo se aprecian cinco grupos de hombres vestidos de negro, la infantería enemiga, y el resto de nuestras fuerzas lejos, en el bosquecillo. Estamos solos en territorio enemigo.
Mis compañeros me reciben como si fuera un fantasma, recelosos ante mi aparición. Parecen dudar si tacharme de cobarde o tomarme por un debilucho, pero aun así responden a mis preguntas confirmando mi sospecha: apenas treinta soldados han sobrevivido a la batalla, el resto, hasta los más de ochenta que quedábamos, están heridos o muertos. Y no hay visos de recibir refuerzos pronto.
Al menos hemos vencido, dice una voz a mi espalda. Es el capitán, que cojeando y con el rostro amoratado e hinchado se acerca a nosotros mirándome fijamente. No dice nada más, simplemente se para frente a mí, extiende la mano y me la estrecha firmemente. Después amaga una sonrisa de agradecimiento y sigue su camino como si nada hubiese ocurrido. Como si no hubiese decenas de cadáveres enemigos tirados a nuestro alrededor. Como si él, en algún recoveco de su hermética personalidad, escondiese un ignoto motivo para seguir teniendo esperanza.
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