«Quien no asume un riesgo nunca ganará una partida.»
Paul Keres
Silencio. Todo cuanto sea posible. Que no den la alarma.
Con un poco de suerte nadie nos verá hasta que hayamos cubierto buena parte de la loma, aunque podemos encontrarnos con una columna de infantería ladera abajo en cualquier momento, ya que lo de atacar con las primeras luces del día no es una estrategia novedosa precisamente. También puede ser que nos estén observando desde lo alto, viéndonos como quien atisba un grupo de árboles desgajándose del bosque, oscuros en un intento de pillar por sorpresa al rival. Nos trae sin cuidado: nada podemos hacer al respecto, pues caminamos por campo abierto medio agachados y armados únicamente con espadas y dagas. El capitán ha dividido la compañía en dos, con un grupo de ochenta lanzando el ataque mientras el resto espera con las picas y demás equipo para hacernos más ligera la subida. Huelga decir en qué grupo me ha tocado formar a mí.
Al oeste, lejos pero suficientemente cerca como para que un vigía con buena vista nos vea, las dos compañías de piqueros enemigos se recortan entre la oscuridad como sombras entre las sombras, moribundas en la fresca mañana. Me río sólo de pensarlo: lo único moribundo que hay en todo el campo de batalla somos nosotros. Nosotros y nuestro andar cauteloso. Nosotros y las miradas de odio sobre el hombro cuando tintinea el metal en el cinto de un camarada. Nosotros y el castañeteo de los dientes al sufrir el relente mezclado con el miedo. Nosotros y la madre que nos parió.
Un suspiro de alivio se escapa de más de una boca al llegar al principio de la cuesta, pies seguros sobre la arenilla y ninguna voz de alarma todavía. El capitán va al frente y, sacando un chisquero, da la señal a la retaguardia para que avancen hacia nuestra posición con el resto del equipo. Dos chispazos en el aire bien cobijados por tres subalternos son respondidos por un breve fogonazo en el bosque. Todo va bien.
Soy un soldado, pienso mientras reanudamos la marcha cerro arriba. Soy un soldado y cumplo mi deber como tal. No sabemos qué nos vamos a encontrar allí arriba, pero dada la privilegiada posición de la loma seguramente tendremos una recepción animada. Soy un soldado. A mitad de la cuesta me doy cuenta de que ya puedo ver mis manos sin dificultad, y que las caras de mis compañeros son reconocibles a dos o tres pasos de distancia. Unos ojos asustados allí, la barba cerrada y fiera detrás, un cuello tenso protegido por hombros poderosos que dejan caer largos brazos rematados en filo… Fantasmas del alba que buscan cumplir con su destino antes de pasar al otro mundo. Sólo unos pasos más y veremos qué destino será ese.
¡Ahora!, sisea nuestro capitán lanzándose a la carrera en los últimos metros del repecho, con nosotros corriendo tras él haciendo temblar la tierra. El efecto sorpresa es nuestra única baza para alcanzar nuestro objetivo, y la providencia no suele ser benévola con aquellos que no aprovechan sus oportunidades. Una vez arriba la formación se abre permitiéndome ver los ojos muy abiertos del centinela enemigo que, a menos de veinte pasos de nosotros, no se puede creer lo que se le viene encima. Echando mano a su sable comienza a caminar hacia atrás gritando un montón de cosas ininteligibles que se quedan en su garganta tan pronto como uno de los nuestros llega a su altura. De un violento tajo le arranca la mandíbula dejándosela colgando sin molestarse en rematarlo. De eso nos encargamos nosotros, los primeros acuchillándole con las espadas y los últimos simplemente pisando el cadáver lleno de polvo blancuzco que brilla trémulo con el rubor del amanecer.
Sin embargo aquel hombre, ahora exangüe, ha logrado su objetivo: frente a nosotros despierta arma en mano una columna entera de caballería ligera; o nos damos prisa o nos damos por muertos.
En esta suerte de encamisada no hay tiempo para formaciones ni disciplinas. La única regla es correr antes de que la guarnición enemiga consiga formar –una carga de caballería mandaría nuestro ataque al traste–, degollando hombres, rocines o cualquier cosa que se ponga a nuestro alcance. Por eso sigo corriendo entre todos mis compañeros, que ya llegan a las tiendas de campaña en las que empiezan a aparecer los primeros salpicones de sangre. En ese momento me doy cuenta de que en la parte norte del campamento, lejos de nuestro ataque, están las monturas atadas a varios postes. Tenemos que llegar hasta allí. Haciendo una seña a varios compinches nos ponemos en camino rodeando la locura que ha dominado la explanada en un intento de hacer una pinza que deje totalmente cercados a nuestros enemigos. Por el camino dejamos algunos cadáveres de soldados que intentan huir, reduciendo aún más las fuerzas rivales. Puede que tengamos una posibilidad.
Siempre recordaré el tajo que solté a las tripas de un caballo pardo que se encabritó al aparecer de la nada justo a su lado, con su relincho de muerte silenciado al tiempo que los intestinos le caían entre las patas. Después todo se vuelve una marabunta de espadazos recibiendo a los hombres que llegan hasta allí, todos a medio vestir con sus sables en la mano, demasiado aturdidos como para oponer una resistencia suficientemente sólida a nuestro repentino avance. El efecto sorpresa, no obstante, es sólo eso. Una ilusión momentánea, breve y como tal pasajera, que nos lleva a estar rápidamente rodeados de enemigos que, ya repuestos del susto inicial, nos miran fieros ante el reguero de camaradas heridos o muertos que hay a nuestro alrededor. Los chillidos de hombres y animales anuncian la llegada del nuevo día, que ya chispea en el este permitiéndonos ver con claridad la peligrosa situación en la que nos hemos metido. Pronto el combate mutará de sablazos en carrera a enfrentamientos cuerpo a cuerpo, con las dagas refulgiendo al clavarse entre las costillas mientras se da vueltas por el suelo.
Me queman los pulmones, las articulaciones me duelen y la boca me sabe a sangre. Tengo el uniforme lleno de polvo y con desgarrones entre los que escuecen heridas –afortunadamente simples arañazos de revolcarme y caerme varias veces–. Mis armas brillan rojas y no precisamente debido el sol de madrugada, resbalándose entre mis manos por el líquido que empapa los antebrazos de mi camisa. No quiero ni pensar el aspecto que tengo y todavía quedan más. Me levanto del suelo tras el último mano a mano y veo enemigos de pie, huyendo del ataque frontal que el resto de mi compañía mantiene en la parte sur para encontrarse con nosotros peleando a brazo partido. Cada vez aparecen menos, y los aullidos que vienen del campamento suenan más cerca trayendo con ellos un pendón blanco, el nuestro, como avanzadilla del ataque. Parece que vamos a salir de esta.
En el momento en el que veo cómo abaten al último de los enemigos dejo caer los hombros. Tengo las manos agarrotadas por lo que intento así liberar la tensión que acumulo en todos mis músculos. La mandíbula me duele de tanto apretarla. Y justo en ese instante un golpe me derriba entre dos cadáveres, viendo cómo un hombre armado con una espada la alza sobre su cabeza dispuesto a ensartarme en el suelo. Sabe que ha perdido, que aunque siga vivo en realidad está muerto, pero eso le da igual. Se irá de este mundo luchando hasta el final. La sangre se me hiela y abro mucho los ojos, alzando las manos en un vano intento de detener una estocada que sé que es imparable. Y sin embargo el que grita es el otro. Con un desagradable sonido de ropa rasgada la punta de una pica aparece en su pecho dejándole clavado en el sitio con un gesto de incredulidad en el rostro, al tiempo que los brazos le fallan abandonando su hierro mientras exhala su último aliento. Detrás, mi capitán sostiene firme el largo mango del arma que me ha salvado la vida, soltándolo únicamente cuando está seguro de que no queda ningún soldado rival en el campamento.
Recuperando el aliento me levanto, tragando la espesa saliva mezclada con sangre que mana de algún lugar de mi boca. Con una mirada el capitán se asegura de que estoy bien y tras asentir desaparece de mi vista perdiéndose entre la soldadesca. El silencio ha regresado a lo alto de la loma, donde ochenta y dos camaradas recogemos nuestros equipos y reconocemos la zona. La batalla sigue su curso y en cualquier momento podemos sufrir la misma suerte que los cadáveres que ahora amontonamos los unos junto a los otros para dejar el paso libre. Creo recordar que hoy es mi cumpleaños, pero no puedo asegurarlo.
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