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Un día en la guerra – Parte I

«La acumulación de pequeñas ventajas lleva a una supremacía considerable.»
Wilhelm Steinitz

La sacudida trae de vuelta el frío que hiela la sangre, el cansancio pinchando mis músculos y el miedo con el que vivo desde ayer. Trae de vuelta la tierra bajo las uñas y los gritos lejanos de los hombres muertos. Trae de vuelta la guerra.

El que me ha zarandeado para despertarme me da otro empujón asegurándose de que no vuelvo a caer en los brazos de Morfeo, y tras indicarme con un gesto que no haga ruido desaparece de mi vista. A mi alrededor mis compañeros tienen la misma cara que debo tener yo: una mezcla de sueño, sorpresa e intranquilidad, pues levantarnos cuando apenas despunta el alba no es lo normal. Afortunadamente el suelo no vibra ni se oyen voces llamando a la formación, y eso es bueno. Eso es que no nos atacan.

La batalla comenzó ayer, con los primeros movimientos de nuestro ejército hechos a ciegas debido a que el enemigo nos pilló por sorpresa. Tras un intento de flanqueo logramos asentar nuestra posición en una línea ordenada, con las ocho compañías de piqueros al frente, la caballería pesada en los laterales, arqueros y exploradores cercanos al centro y los arcabuceros a caballo algo retrasados junto con el cuartel de campaña. Estábamos al descubierto y las fuerzas rivales, al norte de nuestra posición, contaban con un bosquecillo para guarecerse, así como un desfiladero que lleva a una loma en la que desplegar arqueros antes de cargar contra nosotros. Por eso nuestro mariscal dispuso la formación que acabo de mencionar, abriendo el campo todo lo posible ante la evidente desventaja. Luego iniciamos el avance hacia territorio enemigo, y mi compañía fue designada como punta de lanza en tan difícil misión.

Por si alguien se lo pregunta diré que tan solo soy un soldado más, dentro de una compañía más, dentro de una guerra más. Como yo, todos los que aquí estamos nos damos por satisfechos con llegar vivos al final del día. Creo que no son necesarios más detalles, por lo que ruego que nadie me tenga por maleducado o descortés si dejo alguna duda sin responder respecto a mi persona.

Salir vivo… eso es lo único importante. Y ya en el día de ayer estuvimos cerca de caer nada más comenzar la batalla. No en vano fuimos nosotros los primeros en avanzar hacia la masa de árboles que sabíamos escondía a nuestros enemigos. Yo pisaba fuerte en cada zancada para evitar que me temblasen las piernas, apretando la pica entre mis manos hasta que los nudillos palidecían en un infructuoso intento de aparentar arrojo y valentía ante mis camaradas. Nuestro flanco izquierdo estaba cubierto por otra compañía de lanceros que a una distancia prudencial avanzaba casi a nuestra par. Los cascos de los caballos de la caballería ligera resonaban a nuestra espalda apoyando nuestro caminar, con el sol centelleando ferozmente en mil armas y armaduras, cascos y espadas dispuestos para la batalla.

Nuestras instrucciones eran claras: llegar a la linde del bosque sin importar lo que ocurriese, directos en línea recta hasta tomar una posición suficientemente buena como para defenderla y esperar instrucciones. Debíamos llevar el frente de batalla hasta nuestros rivales y las dos compañías del centro habíamos sido elegidas para hacerlo. El enemigo debió adivinar nuestra estrategia, ya que dos grupos de piqueros aparecieron entre los árboles a nuestra izquierda, una apostada entre la foresta frente a nuestros compañeros del flanco izquierdo y la otra, más osada, saliendo a nuestro encuentro desde el oeste. Egoístamente respiramos aliviados al ver que nuestros compañeros aguantaron el primer envite siendo apoyados rápidamente por la caballería ligera. Nosotros, en cambio, seguimos hasta los árboles tal y como nos habían ordenado, y una vez allí nuestro capitán mandó dar el alto desplegándonos en formación defensiva.

Todavía no sé muy bien qué pensar de esta estrategia. A nuestra espalda los piqueros enemigos cayeron frente a la carga de la caballería ligera. Cuando por fin el combate terminó –lo que arrancó un rugido de júbilo de nuestra compañía– la columna de caballería se situó en nuestro flanco izquierdo, dándonos cierta tranquilidad por si nuevas fuerzas salían del bosque para intentar rodearnos. Sin órdenes y a pesar de estar colocados en el punto más peligroso de toda la contienda, decidimos esperar mientras el resto de nuestro ejército avanzaba hacia nuestra posición.

No es que tenga yo experiencia en asuntos bélicos, pues al fin y al cabo soy joven aún, pero por lo poco que llevo guerreando he comprobado que las batallas son considerablemente más largas de lo que a priori se puede imaginar. Días puede tardar en salir vencedor un ejército, y más cuando, como en este caso que ahora narro, uno de los contendientes puede jugar al escondite todo lo que quiera gracias a la ventaja orográfica. Si el general enemigo es inteligente nos dejará correr el riesgo de avanzar a ciegas antes de poner sus tropas en marcha.

Las horas pasaban y nosotros no dejábamos de mirar con recelo la aparente calma del bosque, temiendo que en cualquier momento el verde se tornase negro –el color de los estandartes de nuestros rivales—y una descarga de flechas o el estruendoso trote de la caballería pesada nos dejase secos en el sitio. Sin embargo no parecía ser eso lo que el enemigo nos tenía reservado, y cuando la tarde avanzaba y las sombras iban alargándose un pelotón de nuestros arqueros nos dejó atrás adentrándose entre los gruesos troncos hacia el este. A nuestras espaldas vimos desplegarse a lo lejos una unidad de caballería pesada junto al cuartel general, y algo más cerca la unidad de arcabuceros montados. Todo un seguro para nuestra retaguardia.

Recuerdo el susto al escuchar cómo nuestros arqueros abandonaban el bosque repelidos por una unidad de infantería, y en vista de que ya estaba próxima la noche, decidieron apostarse lejos de nosotros abriendo todavía más el campo hacia el este. Cuando pensábamos que ya no habría más movimientos en todo el día nos volvieron a elegir a nosotros para avanzar: respirando hondo y con la espada en la mano, cambiamos el duro suelo de tierra por las raíces y musgo del bosque. La idea tenía sentido, pues hacernos fuertes en territorio enemigo había sido el objetivo de toda la jornada, pero decirle eso a cien exhaustos soldados rodeados de decenas de árboles que más parecían enemigos dispuestos a matarlos, era otra historia. Afortunadamente seguíamos teniendo la providencia de nuestra parte y, contra todo pronóstico, conseguimos llegar al otro lado del macizo arbolado sin mayores problemas. Desde allí pudimos ver las luces de los campamentos frente a nosotros, y a la derecha un cerro que amenazaba con escupir un ejército entero con las primeras luces del día.

Satisfecho nuestro capitán, ordenó defender la posición sin hacer ruido ni encender fogatas, y mandó un batidor al cuartel de campaña para informar a nuestro mariscal. Como pudimos improvisamos una fortificación a nuestro alrededor y tras echar a suertes los turnos de guardia intentamos dormir.

Ahora, aprovechando la oscuridad previa al amanecer, nos preparamos para abandonar la posición y adelantarnos al posible ataque desde el cerro que vimos el día anterior cargando loma arriba. Esto es un suicidio.

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