— Ya era hora.
— Y tanto.
— Anda que te ha costado hacerme un hueco.
— Chica, las agendas…
La logística ha obligado a Marcos y Laura a cambiar su centro de operaciones habitual por una cafetería del centro en la que carteles de películas antiguas y vinilos defenestrados en las paredes contrastan con los pulcros uniformes de los camareros.
— Siempre me he preguntado cómo serán —dice Marcos al rato.
— ¿Quiénes?
— Ellos —señala alrededor con un gesto polivalente—. Los camareros.
Laura le mira meneando la cabeza hacia los lados.
— En sus vidas, ya sabes… aquí parecen todos iguales con sus uniformes, son simplemente camareros, pero cuando terminen su turno… ¿en qué se convertirán?
Laura mira alrededor y se fija en las tres personas con uniforme que atienden el local. Una es una chica joven, que no llegará a la treintena. Otro es un señor de mediana edad, medio calvo y con barriga prominente. El último es un desgarbado chaval con pinta de asiático y el acento andaluz más cerrado que ha escuchado en su vida. Y todos vestidos igual: camisa blanca, pantalón vaquero y mandil verde.
— Pues cada uno se recogerá para su casa y a dormir que mañana tendrán que trabajar otra vez —resopla Laura—. Mira que te gusta darle vueltas a las cosas.
— Sígueme el juego un poco, anda. Sólo un poquito.
Laura resopla ante el gesto que ha compuesto Marcos y desfrunce el ceño. Asiente y vuelve a mirar a los uniformes de los camareros.
— La gracia no está en ver lo obvio, sino en intentar adivinar lo que son realmente esas personas —empieza Marcos—. Los uniformes lo que hacen es unificarlos a todos, pero debajo del mandil igual hay un tatuaje de una calavera gigante, o unos pezones anillados, o…
— Anda que no te gusta imaginarte a las chicas con cosas raras.
— ¿Quién ha hablado de la chica? —contesta Marcos señalando con la cabeza al camarero panzudo.
Los dos se ríen con ganas. Después Laura levanta las manos y asiente.
— Ya veo por dónde vas. Que si uno se va a casa en metro, el otro en coche, uno es heavy y otro vota a Izquierda Unida.
— Eso es, eso es. Y que por culpa del uniforme no podemos saberlo. Ellos más o menos se pueden hacer una idea de cómo somos tú y yo por como vestimos, pero nosotros no sabemos nada de quién nos toma la comanda.
— ¿Y no crees que igual les hacen vestir uniformes precisamente por eso?
Esta vez es Marcos el que levanta las manos.
— Simplemente digo que igual a ese chaval le cambias la pinta y al cruzártelo por la calle te cambias de acera. Y aquí lo tienes poniéndote un café.
— Pues puede que tengas razón —afirma Laura levantándose—, o puede que no, pero esta conversación ya se me está haciendo larga y no creo que vaya ningún sitio, así que levanta la mano y pide otra ronda.
Foto de portada: ©ansiyuwudia
¿Te ha gustado el relato?Deja tu opinión en un comentario o si lo prefieres cuéntamelo en Twitter o Instagram. Y si quieres más puedes descargarte mis libros Confinados y Un día en la guerra totalmente gratis en esta misma web. ¡Disfruta de la lectura! |