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Una última sonrisa

La dueña de la casa se había despedido de él con la cordialidad habitual, esperando encontrar su elegante figura a la mañana siguiente camino del café donde solía desayunar. No podía imaginar que esa sería la última vez que iba a verle. Nadie podía. Su humor huraño y la languidez del rostro ocultaban un alma torturada decidida desde hacía tiempo a abandonar este mundo. A ojos del resto disfrutaba de una vida cómoda, del prestigio y la fama labrados gracias a años de duro trabajo como uno de los mejores maestros de esgrima que se recordaban… ¿Qué más podría desear?

Adelardo Sanz cerró la puerta de la habitación y prendió una lamparilla siguiendo el mismo ritual de todas las noches. Como de costumbre revisó el armero y se esmeró en sacar lustre a sus hierros, especialmente al arma con la que se batió con Guido Paleri, recordando cómo supo poner las cosas difíciles a aquel petulante italiano al que sólo el árbitro le salvó de una mayor humillación. Todo por no atribuirle la invención de su genial arma de gavilanes asimétricos; la que dio origen a su Moderna Escuela Española de Esgrima, la más importante desde la Verdadera Destreza. Que su método era superior al resto lo habían demostrado en multitud de ocasiones tanto él como sus pupilos, y ese orgullo nadie se lo podía quitar pese a llevar veinte años retirado tras ceder su popular sala de armas a su mejor estudiante, Ángel Lancho.

El recuerdo de Lancho hizo que un bufido escapase entre los labios del viejo maestro de esgrima. Por encima del florete que tenía entre las manos le parecía ver al joven de quince años que entró a servir en su sala de armas hasta que gracias a su tutela se convirtió en el reputado esgrimista que era ahora. Se lo había dado todo y ¿cómo se lo agradecía el ingrato? Cerrando su establecimiento, montando uno por cuenta propia y no habiéndolo visitado en años.

Un acceso de ira tensó el cuerpo de Adelardo, que arrojó el florete al suelo. Traicionado por su aprendiz. Repudiado por sus pares, incapaces de comprender su genio como renovador de la esgrima. La misma rabia que le llevó a quemar su manuscrito de la Moderna Escuela Española de Esgrima le ardía de nuevo en las entrañas, angustiado ante la idea de que todo aquello a lo que había consagrado su vida se desvanecía sin remedio. Nada tenía sentido, y menos desde la muerte de su esposa. La furia se transformó en llanto al posar sus ojos en el retrato de su mujer, la única que le entendía realmente. Durante dos días había velado su cadáver sin apartarse ni un instante de ella hasta que un amigo, extrañado por no verle en las tertulias a las que solía acudir, se decidió a ir a buscarle encontrándole abrazado todavía a su cuerpo inerte.

Tragando saliva el maestro de esgrima intentó recomponerse. No era ya tiempo de dolor, sino de alegría. El sufrimiento iba a terminar pronto.

Dejó el florete en su sitio y se desnudó doblando la ropa con mimo. Después deshizo la cama y se sentó sobre ella extendiendo el brazo para abrir el cajoncito de su mesilla. Con ambas manos sacó una botella de cristal que brilló a la luz de la lamparilla del cuarto –Cloroformo, rezaba en cuidada caligrafía de boticario la etiqueta pegada sobre el cristal–, y a continuación fue alineando sobre la sábana una serie de bolitas de algodón. En el suelo descansaba su careta de esgrima, bien forrada de cinc, que acomodó sobre sus muslos. Ya faltaba menos.

Una a una, todas las bolitas de algodón se impregnaron de cloroformo pasando después al interior de la careta hasta llenarla por completo. Cuando hubo terminado tapó de nuevo la botella y la guardó en el cajón, matando de un soplido la llama de la lámpara al tiempo que se colocaba la máscara y se metía, desnudo como estaba, en su lecho.

El silencio era absoluto en la habitación, con la respiración del viejo maestro amortiguada por el algodón mientras un ligero mareo le embotaba la cabeza. Una última sonrisa torció las puntas perfectamente engominadas de su mostacho antes de perder el conocimiento. La sonrisa del que encara la muerte con decisión sabiéndose victorioso ante su última batalla.

7 comentarios en «Una última sonrisa»

  1. Enhorabuena por tan desgarrador relato. Siempre me lo había imaginado si no exactamente igual, sí de manera muy parecida a como lo describes. Gracias desde la Escuela Española Moderna de Esgrima y … ¿para cuándo la novela entera? 😉

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    • Muchas gracias por tu comentario Manu, me alegro de que te haya gustado. Lo de la novela entera la verdad es que no se me había ocurrido, pero la vida de este hombre fue desde luego muy interesante. Habrá que pensarlo?

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  2. ¡Qué puedo decir…! Lo resumiré de forma breve, aunque dura, por lo que pido disculpas anticipadas al autor y al resto de lectores: jamás había leído tanta bazofia escrita, eso sí estilísticamente bien escrita, en tan solo dos párrafos, concretamente el tercero y el cuarto.

    Hay que ser muy prudente a la hora de relatar hechos históricos acaecidos con personajes reales. Está muy bien dar un aire novelesco a situaciones vividas por personalidades tan importantes en la época como el Maestro D. Adelardo Sanz y el Maestro D. Ángel Lancho, el cual fue efectivamente discípulo del primero (entró a trabajar de aprendiz en la Sala de Armas de D. Adelardo, ubicada en la madrileña Puerta del Sol a los 15 años, huérfano de padre). Porque puede suceder, como es el caso, que en el afán de «novelar» la historia, se falte a la verdad y al respeto de la memoria de mi abuelo, el Maestro Lancho, llamándole «ingrato» y acusándole de «traición»; incluso de manera velada puede inferirse de la lectura del texto que el Maestro Sanz adoptó tan nefasta decisión motivado en parte por esa supuesta «traición». ¿Tiene el autor alguna información que pueda sustentar la veracidad de los hechos relatados o todo es «ficción-historia»?

    Tanto el que escribe estas líneas como su hermana, han escuchado a su padre Rafael, recientemente fallecido con 90 años, decir «vuestro abuelo Ángel siempre decía que el Maestro Sanz había sido su segundo padre». Por lo tanto, parece de mal gusto y una falta de respeto a la verdad y a la memoria del Maestro Lancho acusar de esa forma a alguien que no tiene la oportunidad de defenderse.

    No voy a extenderme más, pero si quiero aportar dos datos más para que cada cual saque sus propias conclusiones:

    1-El Maestro Lancho abrió su Sala de Armas, con la ayuda de Enrique Chicote, en la madrileña calle de Ventura de la Vega, una vez retirado el Maestro Sanz. No es complejo comprobar este dato.

    2-En los últimos años, a iniciativa de un descendiente de D. Adelardo Sanz (D. José Ramón Sanz) que se esforzó en localizar a mi padre, herederos de ambos Maestros han mantenido una relación de amistad intercambiando visitas, largas conversaciones y regalos. Así es y así seguirá siendo.

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  3. Cualquier persona que lea este texto se puede dar cuenta con facilidad que es un relato de ficción y no realidad. Si parece tan real como para que la gente se lo crea, eso significa que el autor es un buen escritor. Un saludo.

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