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Una pequeña victoria

La noche era el feudo de los atrevidos en aquel Madrid viejo y castizo, una ciudad cansada y llena de pobretones, familias sin casa y sueños mustios. Chapilla, joven pícaro y de aspecto zarrapastroso, caminaba en busca de algún compañero de correrías con el que pasar el rato y calentar el cuerpo a golpe de licor. El frío se colaba entre los remiendos de su chaqueta, acechando los agujeros de su gorra y sus botas, que calaban los dedos de sus pies cada vez que pisaba un charco. No tenía más patrimonio que la cuerda con la que fruncía sus pantalones a su estrecha cadera y la raída camisa que apenas le llegaba a cubrir la espalda y los hombros. Y sin embargo cualquiera que le conocía diría de él que era un chaval feliz.

Tras descansar frente a una de las fogatas públicas que el ayuntamiento había decidido encender en plazas y parques para evitar que los de su condición apareciesen congelados en los soportales, se apartó del grupo después de encender en las llamas el malogrado chicote de un habano que había encontrado en el suelo y, tocándose levemente la gorra, se despidió hasta otra. Él era joven, listo y su salud parecía de hierro, al contrario que las personas que rodeaban los troncos ardiendo bajo la atenta mirada del guardia o el sereno de turno, que velaba para que nadie armase escándalo. Chapilla miraba a los niños, acurrucados junto a sus madres en primera fila con los hombres detrás, muy apretados para luchar contra el frío invierno en un gesto lleno de resignada ternura. Por eso prefería apartarse, intentar disfrutar de la vida todo lo posible, él que no tenía responsabilidades, ni esposa ni criaturas de las que cuidar.

Caminando por las calles iba dejando una nube de vaho y humo a su paso. Paso firme para luchar contra el gélido ambiente que le arañaba el rostro salpicado de barba de varios días, los ojos hambrientos de aventura y puños dispuestos a saltar como un rayo a la menor provocación. En el mundo de miseria y escasez en el que se movía hasta su ajada chaqueta o su improvisado cinturón eran un botín por el que valía la pena arriesgarse.

No tardó mucho en encontrarse con dos hombres canturreando cuplés con bastante buen tono pese al evidente estado de embriaguez que mostraban. Al ver al pilluelo la algarabía se hizo mayor, abrazándole con ese punto de desaforada efusividad que el alcohol da a las relaciones humanas y convidándole a un cigarrillo que Chapilla aceptó de buen grado. Después los tres se lanzaron en busca de un café que siguiese abierto para beber un vaso de vino y disfrutar de alguno de los músicos que, con mejor o peor tino, amenizaban el ambiente de la capital mezclando tríos de Schubert con tonadillas y chotis como “Lavapiés 56”, muy en boga en aquellos días.

La noche avanzaba y los tres amigos seguían bebiendo y fumando unas veces a costa del bolsillo propio –las menos–, y otras gracias al ajeno. En eso Chapilla era un especialista, animando al respetable con alocadas historias que describía como verídicas al tiempo que inventaba detalles de lo más fantasiosos. Su perenne buen humor se contagiaba a todo el mundo mientras sus compañeros acompañaban con palmas y una pandereta que nadie sabía de dónde había salido al pianista del lugar. Esas noches eran verdaderos premios en la desarrapada vida de aquellos infelices; un pequeño oasis social donde cualquiera era bienvenido independientemente de su clase o posición. Intelectuales y esotéricos, iluminados masones y rancios carlistas, todos formaban parte de las alharacas del momento, con humores que cambiaban del odio a la risa en tan sólo una palabra.

Las primeras luces del día encontraron a los tres compañeros separándose de nuevo entre sentidos abrazos. La noche había sido toda una conquista para ellos, esquivando la pobreza, el hambre y la pena una jornada más. Nadie los tomaría por triunfadores a tenor de su apariencia, pero en el Madrid de mil novecientos diecinueve cualquier cosa era posible.

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