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Una corona de plata

Viajaba con un amigo desde Milán a Florencia cuando decidimos hacer una parada para comer en algún pueblo antes de llegar a Bolonia. La providencia quiso que detuviésemos el coche en Castelfranco, más concretamente junto a la iglesia de San Giacomo. Paseando por la arcada que cubre su muro norte encontramos la puerta del templo abierta, lo que interpretamos como una invitación a deambular entre mesas con misales y bancos hasta llegar a una pequeña capilla en la que la Madonna que la guardaba me llamó la atención. Debía de ser de una familia rica pues la imagen estaba delicadamente esculpida por mano experta, sin embargo lo que más me atrajo fue la corona de plata que reposaba sobre la cabeza de la Virgen. La belleza del adorno era incuestionable, tanto que costaba creer que alguien hubiese mandado labrar algo tan fino para una simple escultura de la capilla. Mi amigo se encogió de hombros al señalársela por lo que me atreví a acercarme al anciano cura de la parroquia, que pasaba a nuestro lado.

En mi paupérrimo italiano le pregunté en relación a la corona y tras hacerme entender reflexionó un instante para simplemente responder “È la corona di Laura Bovia”. Después sonrió y se marchó como si ya me hubiese dado toda la información que necesitaba. Por supuesto yo no tenía ni idea de qué quería decir aquel hombre con aquello, de modo que me apunté el nombre –Laura Bovia–, y con el de la iglesia y el asunto de la corona esperé poder encontrar algo de información en internet más adelante.

Nunca he sido muy paciente: no pude evitar despedirme de mi amigo nada más llegar a Florencia y encerrarme en mi habitación para buscar toda la información posible sobre la tal Bovia y su corona. Tardé pero finalmente di con ella: Laura Bovia fue una importante compositora y cantante que llegó a estar al servicio del gran duque Francisco de Medici. Sus coetáneos alababan su genio a la hora de crear novedosas partituras que causaban sensación en la corte Florentina, además de no reparar en halagos al ensalzar su belleza. Normal que mereciese aquella corona para la que supuse era su tumba. Sin embargo pronto mi alegría fue desapareciendo al conocer más sobre la vida de esta mujer tan fascinante.

Hija ilegítima de Monseñor Bovio –clérigo que con el tiempo terminó por reconocerla como suya–, no duró demasiado en Florencia. Tras la repentina muerte del Gran Duque, Bovia fue despedida en medio de habladurías y rumores, debiendo volver a su Bolonia natal apenas cinco años después de su partida. Ante la falta de oportunidades para mantenerse debido a la mala fama que le habían creado, su padre le arregló un matrimonio que le garantizaría una larga y plácida vida pero a cambio de un alto precio: Laura Bovia no volvió a componer una sola obra tras su boda. Cambió partituras y plumas por la crianza de sus tres hijos, perdiéndose en el tiempo cualquier mención posterior a su nombre. La corona de plata fue un regalo de su esposo, que tras su muerte decidió colocarla en la cabeza de la virgen que adornaba la capilla familiar.

El áspero regusto que quedó en mi boca tras leer aquello puedo sentirlo todavía hoy. Recuerdo asomarme a la ventana de mi hotel cerca de la Piazza della Reppublica para observar las calles por las que Laura Bovia paseó cuatrocientos años atrás. Casi podía verla, aun sin conocer su porte ni su rostro, elegante y altiva entre las gentes llevando bajo el brazo una nueva composición que presentar en la corte. Entonces recordé la corona de plata, el regalo de un marido devoto que quizá encerrase la culpabilidad de haber sepultado para siempre el genio de su esposa. Es el ejemplo de la naturaleza poliédrica del amor, lo que por un lado parece una galantería por el otro puede verse como una condena; un ejemplo que a pesar de todo allí quedará para siempre adornando la capilla familiar. El amargo recuerdo de una de tantas mujeres para las que la sociedad de su tiempo aún no estaba preparada.

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