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Un mercenario

Soy un mercenario. No de los que van a guerras o reparten estopa disparando a todo lo que se mueve como si fueran Van Damme o Stallone. El mío es otro tipo de negocio, no tan espectacular, pero igualmente complejo y hasta cierto punto peligroso.

No quiero que se me considere un insensible, pero he de decir que sigo en mi profesión porque me gusta. Porque disfruto y porque, además, soy muy bueno en lo que hago. Llevo demasiado en esto como para no tener mucho dinero ahorrado con el que poder jubilarme, sin embargo me niego a ver cercano el día de mi retiro.

Mi trabajo me permite viajar por el campo, visitar pueblos y conocer gente. Esa es la parte buena. Cuando me encargan un proyecto, o más bien cuando yo elijo involucrarme en un proyecto, sé que me esperan muchos días de coche y visitas a decenas de fincas. Alguna parte mala tenía que haber. Preparo una maleta, reservo varios hoteles, y me lanzo a la carretera.

A estas alturas más de uno se estará preguntando a qué me dedico cuando digo que soy un mercenario. Que mire por la ventanilla del tren o el autobús cuando haga su próximo viaje. Cuando vea en los campos esos gigantescos aerogeneradores blancos dando vueltas, que se acuerde de mí. Sin mi intervención y la de otros como yo, ninguna de esas moles de tres brazos estaría girando al son del viento. Porque soy yo, y otros como yo, los que nos encargamos de alquilar, dentro de las zonas que más interesan a nuestros pagadores, los terrenos que más tarde se convertirán en parques eólicos.

Puede que, sabiendo ya a lo que me dedico, cualquiera piense que exagero al decir que soy un mercenario. Puede ser. Pero al fin y al cabo a lo que me dedico es a vender mis servicios al mejor postor haciendo un trabajo que nadie quiere hacer: poner de acuerdo a familias, indagar sobre la vida de los dueños de las fincas, negociar alquileres, presionar e, incluso, enfrentarme a herederos descontentos… No han sido ni una ni dos las veces que he tenido que abandonar un pueblo a la carrera entre gritos y amenazas, o de ver cómo unos vecinos acababan en el cuartelillo por haber llegado a las manos tras haber malmetido lo suficiente para salirme con la mía. Porque sí, también recurro a las malas artes para lograr mis objetivos. Nunca dije que fuera un santo.

Como ahora, que estoy conduciendo por una comarcal perdida de la mano de Dios para cumplir con la última exigencia de dos picapleitos de la capital: el certificado de defunción de un paisano para incluirlo en el expediente que tienen que enviar a sus jefes para considerar la viabilidad de unos terrenos que les he encontrado. Los muy gilipollas. Llevo semanas perdido entre pueblos de Extremadura, poniendo de acuerdo a decenas de paletos para conseguir el mismo precio para todos, y estos dos señoritingos me piden un puñetero formalismo. Si digo que Otilio, que así se llama el tipo, murió hace siete años, es que murió hace siete años. Y si no que sean ellos los que vengan a hacer la labor de campo.

Bajo del coche y cruzo la verja esperando cerrar de una vez por todas este tema. Busco entre las tumbas hasta que encuentro la que me hace falta. La que tiene el nombre de Otilio Gutiérrez, que murió el ocho de febrero de dos mil dieciséis, a los ochenta y siete años. Le hago una foto y se la mando por correo electrónico a los leguleyos de Madrid sólo con cuatro palabras: Espero que sea suficiente.

A ver si así me dejan en paz de una vez.

 

Foto de portada: ©Tama66

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