El sonido del aire cambió en un momento, y ese nuevo ulular no presagiaba nada nuevo. Sobre el taca-taca-taca irregular de las ametralladoras y el pum-pum de los rifles lejanos, un silbido se acercaba peligrosamente. La columna de soldados rusos conocía perfectamente ese ruido, levantando todos la cabeza al mismo tiempo para localizar su procedencia: desgajados de un girón de nube, un grupo de stukas caía en picado con sus aullantes sirenas anticipando el desastre.
No había ningún lugar para protegerse del ataque, de modo que la única opción era luchar. Un puñado de rifles contra las bombas de los aviones nazis. No era una pelea justa, pero era la única que podían plantear. Al menos no tenían una columna alemana amenazándoles, de modo que podían centrar su escasa potencia de fuego en los stukas.
Con las mandíbulas rechinando y un sudor frío empapándoles el cuerpo, los soldados rusos dispararon a una orden de su capitán contra la avalancha de muerte que se les venía encima. Las sirenas de los aviones, diseñadas para aterrorizar a sus víctimas cuando caían en picado sobre ellas, atronaban con su bramido ensordecedor. La descarga de fusilería no causó el más mínimo daño en sus fuselajes. Las ametralladoras alemanas, en cambio, araron el campo dejando cinco bajas.
Grigory sabía que allí eran un blanco fácil. Eran ellos contra la luftwaffe, y desde luego tenían todas las de perder. Era hora de hacer algo diferente.
Cuando las sirenas de los stukas zumbaron de nuevo en el cielo anticipando la segunda pasada, Grigory tiró su fusil al suelo y salió de su refugio. Ni su arma ni la zanja iban a impedir que un bombazo repartiese sus tripas por el campo, por lo que haciendo caso omiso a los gritos de sus compañeros se desabrochó el cinturón y armó una de sus granadas RGD-33.
El pulso le retemblaba en las sienes, obligándole a parpadear varias veces para poder centrar su blanco. Tenía dos opciones: o hacer el lanzamiento a bulto entre la formación u optar por derribar al comandante del escuadrón. Si caía un avión el resto seguiría adelante hasta que ninguno de sus compañeros quedase en pie, pero tal vez abatir al líder podía dar con el resto en desbandada. Era un riesgo que valía la pena correr.
Con la granada bien colocada en su cinturón estudió el vuelo del stuka que abría la formación y respiró hondo. Sabía que contaba con cuatro segundos para la explosión, por lo que no debía tener problema para hacer blanco. Era sólo cuestión de elegir el momento justo.
Cuando el chillido de las sirenas hacía ya imposible escuchar cualquier otra cosa, Grigori dio un par de vueltas a su cinturón contando internamente hacia atrás. En su juventud había conseguido hacer lanzamientos con honda con bastante pericia, por lo que intentó imaginarse de nuevo en la granja persiguiendo liebres y zorrillos. Entre el dos y el uno lanzó el hombro hacia el cielo justo cuando el stuka pasaba por encima de su cabeza. Un chispazo en el aire le cegó por un momento, y después la explosión le tiró al suelo entre restos metálicos que se retorcían incandescentes.
Grigori no pudo ver cómo un ala se rasgaba del resto del fuselaje y la cabina daba cuatro vueltas sobre sí misma antes de estrellarse contra el suelo. Tampoco los erráticos cambios de dirección del resto del escuadrón al ver a su comandante saltar por los aires. Sólo pudo observar, con lágrimas en los ojos, cómo sus compañeros le llevaban en hombros mientras varios puntos metálicos y brillantes apagaban sus sirenas en el cielo y abortaban el ataque.
Foto de portada: © Wikipedia
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