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Private Otero

Saltar. Nadar. Correr.

El uniforme pegado al cuerpo, la ropa chorreando y sin apenas equipo al abandonarlo para no hundirse en las gélidas aguas del canal de la Mancha. El corazón casi se le sale por la boca y aun así tiene que dar gracias por no estar tan mareado como algunos de sus compañeros tras las muchas horas en alta mar esperando el desembarco. Está tiritando y asustado como el que más, pero al contrario que otros soldados de su pelotón no lo muestra; él es veterano de guerra. No de ésta pero qué más da, pues todas son parecidas. Su experiencia le ha permitido sobrevivir de momento, cuando el portón de la barcaza se abrió y bajo la gris luz del amanecer el fuego de mortero y las balas de las ametralladoras les dieron la bienvenida al continente europeo. La implacable máquina de guerra alemana marcando las siete cuarenta de la mañana.

La ausencia de nauseas le ha permitido mantener la mente clara y no dejarse llevar por el pánico, recorriendo los más de cien metros que le separaban del primer erizo checo en el que parapetarse a la velocidad del rayo. Ahora Manuel Otero arrastra a su compañero Albert Papi por la arena, pues aunque ninguno de los dos está herido Papi ha tropezado y no alcanza a ponerse de pie para continuar la carrera. A su alrededor cientos de soldados estadounidenses juegan a la ruleta rusa con balas de obús alemanas y el repiqueteo de las MG-42 apuntando hacia ellos. Los cadáveres empiezan a enrojecer la playa al tiempo que los gritos pidiendo un médico luchan por hacerse oír sobre el retemblar de la artillería. Delante un murete de guijarros al que llegan de milagro es su salvación –al menos temporalmente–. Los granos de arena le rechinan entre las muelas, escupiendo una y otra vez sin conseguir librarse de ellos, y apoyado contra la tapia mira hacia atrás esperando al resto de su pelotón.

Ver las barcazas sorteando las olas y al fondo los impresionantes buques estadounidenses le traen recuerdos de la Guerra Civil, que vivió enrolado a la fuerza en el bando republicano. Aquello salió mal y lo pagó con un largo cautiverio en Barcelona y la posterior deshonra al no poder quitarse de encima la lacra de luchar por el bando perdedor. Sin embargo él es un gallego valiente, y en busca de fortuna emigró a Hawai, desde donde viajó a Nueva York. Pese a que le iba bien trabajando en un pequeño negocio de la ciudad decidió alistarse justamente tres días antes del ataque a Pearl Harbor. Maldita la hora en la que me enrolé, farfulló apretando los dientes cuando una nueva explosión le hizo saltar el casco. Todo por conseguir la puta nacionalidad, carallo.

Poco a poco los que consiguen cruzar la playa se colocan a su alrededor, hasta que finalmente aparece el líder de su pelotón, el teniente Dillon, que sin inmutarse lo más mínimo echa a todos a un lado y grita una única palabra que es coreada por encima de los estampidos que les vapulean los tímpanos.

¡Bangalore!

El teniente coloca no uno, sino tres torpedos Bangalore unidos y los hace estallar abriendo un boquete en la tapia por el que cabría un camión. Los guijarros y el alambre de espino se retuercen por el intenso calor dejando paso franco a las balas que los alemanes les regalan desde las posiciones fortificadas.

¡Fucking krauts! –gritan algunos jóvenes soldados mientras disparan por encima de la tapia malgastando la munición de sus M1 Garand.

Es el momento de jugársela y Otero no duda en acercarse al boquete y mirar al otro lado. Les espera un campo minado y después una zanja anticarro, por lo que de nuevo deben poner su vida en manos de la fortuna. El corazón le late desbocado y le tiemblan las piernas, pero ya ha perdido una guerra y no piensa cometer el mismo error dos veces. O vence o revienta.

¡Private Otero! –escucha el gallego que le grita el teniente Dillon– ¡Go, go, go!

Su inglés no es muy bueno pero la orden no deja lugar a dudas. Besando la estampita de Santiago apóstol que su madre le dio el día de su marcha de Outes echa a correr junto a otros dos soldados por el campo de minas. La zanja anticarro es su siguiente objetivo y no está lejos. Igual tiene la suerte de poder contarlo y todo.

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