Entro en la habitación y no puedo evitar que se me ericen los pelos de la nuca. Ya son muchos años viendo cadáveres, pero todavía no me acostumbro. La silueta del difunto arroja sinuosas sombras a la luz de los focos, creando junto al denso silencio un ambiente marchito que lo anega todo.
El cuerpo no está quieto. Un siniestro balanceo lo mece colgado de la horca que le aprieta el cuello, todavía amoratado contrastando con el color cetrino de las manos. El rostro está hinchado, azuleando unos rasgos que podrían haber sido bellos si no fuera por la hierática faz de muerte que forman. Los ojos son lo más inquietante de todo, muy abiertos e inyectados en sangre. Parecen seguirme por toda la habitación.
No hay ninguna nota escrita a mano con tembloroso pulso. Tampoco últimas voluntades. Nada que explique la razón del suicidio. Es un hombre más –un chico más me atrevería a decir en vista de su edad–, otro que ha decidido acabar con su existencia antes de tiempo. Miro alrededor con cierto asco imaginando qué razones tendría para tomar esa decisión, lo bien o mal que le iría en la vida, en su trabajo, o con sus padres… si tendría pareja o no, chico o chica, o si precisamente la ausencia de ella fue lo que le empujó a quitarse la vida. Siempre me asaltan las mismas dudas cuando me enfrento a una situación así y a veces no es fácil aguantar.
Comento un par de detalles con el juez y el forense antes de que bajen el cadáver y aparten el nudo que oprime su nuez. El cuello parece intacto, por lo que la muerte debió ser por asfixia. Una forma de morir mucho más angustiosa. Mucho peor. Vuelven a mi mente las preguntas sin respuesta: ¿cuánto tiempo llevaría sintiéndose así? ¿Sería una decisión meditada durante días o un acto impulsivo? ¿No podría haber hablado con alguien? No hay fotos en las paredes, vacías de personalidad con su decoración de cuadros de mercadillo. Los habituales en una casa de alquiler, me atrevo a aventurar.
Procedemos a examinar el cuerpo, cuyo rigor mortis hace que no podamos manejarlo con soltura. Revisamos sus manos, frías, y su ropa, y por fin en uno de los bolsillos del pantalón encontramos el primer signo de reflexión en este quimérico acto de suicidio. En un arrugado pliego de papel arrancado de cualquier cuaderno hay garabateadas tres palabras: Mamá, lo siento. Me invade una triste ternura ver la espantosa caligrafía, pulcramente puntuada con la coma y el punto. Debía ser un tipo organizado, quizá un perfeccionista al que su propia ansia de superación le llevó por el mal camino. Y sin embargo, en ese último momento, su pensamiento final va hacia su madre que, presumiblemente viva, está a punto de recibir la peor noticia de su vida. Mamá, lo siento. Qué natural. Qué pena morir con tal cargo de conciencia.
Un zumbido retumba en algún lugar del cuarto sobresaltándonos a todos los que estamos en la habitación. En un cajón de la mesa un móvil bailotea al ritmo de la vibración haciéndome cosquillas en mi mano enguantada de látex al cogerlo. Mamá está llamando, y yo no tengo valor para contestar la llamada. Paso el teléfono a un compañero y me aparto levemente con un nudo en la garganta. Incluso a cierta distancia distingo el lamento de la mujer al escuchar la noticia.
Mamá, lo siento. Termino la jornada sin poder borrar la imagen de las tres palabras de mi mente. Es la tercera situación similar que nos encontramos este mes. Los tres hombres, los tres jóvenes, los tres sin ningún motivo aparente. Por supuesto de esto mañana no se hablará en los telediarios, no es algo amable para sacar en la televisión. Tampoco sé si hablar de ello ayudaría. Supongo que sí, quién sabe… Sólo los muertos podrían decirlo con seguridad. Y los muertos nunca vuelven.