Marcos llegaba tarde, pero no le sorprendía. Siempre llegaba tarde. Habían quedado en uno de los tres o cuatro cafés habituales, elegido más por conveniencia geográfica que por propia preferencia. Ya se encontraban en esa edad en la que las agendas mandan, y los momentos para verse eran cada vez más escasos. Saberse en esa edad les daba asco, pero era el precio a pagar por hacerse adulto.
Durante la espera había tenido tiempo de pedir un capuchino y revisar la red social de turno, dejando el móvil en el bolso cuando su amigo apareció por la puerta del establecimiento buscándola entre la gente. Al saludo le siguió el reproche habitual por la tardanza, y una excusa de esas que podría resumirse en el excesivo gusto de algunos –Marcos entre ellos– por apurar al máximo los horarios. Después él pidió un té y se pusieron a conversar sobre los asuntos cotidianos, preparando el terreno para incursiones más profundas en temas espinosamente personales.
– Huele bien.
Ella le miró largamente, reflexionando.
– El café siempre. Sobre todo a primera hora.
– Yo de pequeño le pedía a mi madre que me dejase oler el bote donde lo guardaban.
– Y ahora te pasas al té. Ya te vale…
Laura era una chica con carácter. Con veintiocho años bien pasados en el DNI, disfrutaba de esa edad en la que las mujeres jóvenes pueden tener la que les venga en gana. Consciente de ello, jugaba a su conveniencia con no llegar a veinticinco o lucir unos joviales treinta y tres dependiendo de la ocasión.
– Sigue gustándome más cómo huele el café.
– Ten cuidado. Los olores son muy putos cuando quieren.
Mirándola intrigado, su amigo se llevó la taza a los labios dejándole continuar. Un gesto muy natural con el que le daba carta blanca para desarrollar su tesis.
– ¿Tú te acuerdas de cómo olía tu primera novia?
– No –respondió él tras pensar un segundo–. Pero tal y como acabó me imagino que a fracaso.
Aquella frase dibujó una sonrisa socarrona en el rostro de Laura, anticipando una conversación llena de celadas de esas que sólo le consentía a Marcos.
– Pues yo sí me acuerdo de cómo olía el mío. Perfectamente –respondió categórica.
– ¿Y te has acordado ahora por…?
– Hoy, en el metro –dijo parando para beber un sorbo–. Uno que ha pasado a mi lado olía igual que Él.
– Y con el olor han venido los recuerdos, imagino.
– No los recuerdos, pero sí su imagen. Ha pasado mucho tiempo como para que aquello siga escociendo.
– Dijo la que no quería pronunciar su nombre…
Ya tardaba en llegar la emboscada. Al menos había tenido gracia, arqueándole la comisura del labio en un atisbo de sonrisa.
– Lo importante vino después. Idiota.
– Pues tú dirás…
– El tío del metro apestaba a tabaco. Primero al perfume y luego a tabaco.
– Si Dios existe es un cachondo mental.
– Veo que entiendes.
– No soy tan tonto como piensas.
Ambos esgrimieron una sonrisa burlesca antes de volver a llevarse la taza a la boca.
– Lo consideraremos una epifanía entonces. La ceniza como resultado del asunto.
Laura asintió complacida. Los primeros amores no deberían de usar perfume, susurró. Por lo que pueda pasar. Tras esa frase ambos disfrutaron del silencio, compartiendo el eco de aquellas palabras en sus mentes. Después Marcos entrecerró los ojos por un instante, suspicaz.
– Ahora que lo dices, sí que hay algo potente en los olores.
Ella le invitó a continuar con un gesto.
– Mi novia. Todas las mañanas se va a trabajar antes que yo; me despido de ella y me preparo el desayuno, pero antes paso por el baño.
– Si vas a soltar uno de tus chistes escatológicos te lo puedes ahorrar.
– No tonta, ya llegaremos a eso –respondió Marcos haciéndole una mueca–. El baño huele a ella. A su perfume. Y eso me gusta.
– Qué asco dais los emparejados.
– Chica, tú hablas de olores y yo también. Ya sabes lo que dicen: los olores que entran por los que salen.
Entornando los ojos, Laura se levantó y tras colocarse el flequillo se apartó de la mesa.
– ¿Te vas por lo malo que era el chiste?
– No –contestó ella por encima del hombro–, era tan malo como para que pagues tú el café, pero no tanto como para irme. De momento voy al baño.
Marcos sonrió a la espalda de su amiga, sacando el móvil del bolsillo para echar un vistazo a Twitter antes de pedir la cuenta.