fbpx

Ocho palabras

La cosa se está poniendo muy complicada, señor. Ocho palabras que nadie en su situación querría escuchar.

La seca voz del capitán, sorprendentemente serena sobre el estruendo de las granadas y el zurreo de los proyectiles, despachó al subalterno con un tono que no admitía réplica. Después echó un vistazo rápido a su nave, su Almansa, y supo que resistiría un poco más. Él la haría resistir.

Las baterías del Callao escupían sobre ellos una lluvia de proyectiles incesante, apagando el cielo a su paso con su sonido de tela desgarrada. Las más peligrosas eran las granadas, que dejaban un rastro negro de mecha quemada estallando sin remedio contra un barco, contra el aire o sobre el agua. Un buen disparo podría convertir su nave en un montón de fuego, astillas, sangre y cadáveres en la bocana del puerto. Eso es lo que más temía, pero su grave rostro no lo mostraba. El coraje de sus hombres dependía del suyo.

Conocía bien a su nave y a su tripulación. Por ello pese a los alaridos de los heridos y los crujidos de la madera al recibir los impactos se mantenía firme para dar las órdenes pertinentes. Estaban en un punto peligroso, quizá el más complicado de la batalla, con quince cañones entre baterías y buques jugando al tiro al blanco con ellos. Los peruanos sabían que la Vencedora, su compañera en la tercera división del ataque, no tenía apenas potencia de fuego. Era su Almansa la que suponía un mayor peligro, y por eso se cebaban con ella. Querían hundirles cuanto antes.

Un temblor sacudió todo el barco tirando a varios hombres al suelo. Cincuenta y tres, susurró para sí el capitán, que llevaba perfecta cuenta del número de impactos que había recibido su nave. Había que virar cuanto antes para proteger el castigado costado de babor.

Era la hora de comer pero allí nadie tenía hambre. Estaban saciados de pólvora y salitre; de la peste a sangre y fuego procedente del sollado. Por el rabillo del ojo, allí en la proa, el capitán vio resbalar por el bauprés los restos del vómito de algún marinero impresionable. Fue ese maldito vómito el que le impidió prepararse para la explosión que alcanzó la popa del barco: una granada había estallado en el antepañol de la santabárbara. Seis hombres muertos en el acto, le informarían más tarde.

El capitán levantó la cabeza. La Vencedora maniobraba con dificultad bajo el fuego enemigo, y más allá las otras dos divisiones no lo estaban pasando mucho mejor. La escuadra no podía permitirse su retirada. Allí se lo jugaban todo, y no había hecho un viaje tan largo para rendirse. Por eso despachó con firmeza la petición de anegar el depósito de armas. Nadie inundaría la santabárbara mientras él siguiese en pie.

Al rato llegó el segundo aviso, con un tiznado joven pidiéndolo de nuevo. Misma respuesta.

La Almansa sudaba fuego y humo por las cañoneras, pero seguía disparando. Desde donde él estaba se oían perfectamente los gritos, las toses de sus hombres. Una voz ronca pedía un relevo de cuando en cuando, pero nada más. Todos, gallegos, vascos, navarros, todos y cada uno de ellos se mantenían en sus puestos sin que el constante vaivén de las olas contra el casco y los proyectiles del Callao —ochenta y tres, contaba ya el capitán— les hiciesen mella.

La vio venir desde lejos. La tercera petición se leía en los ojos del marinero que se le acercaba, temeroso pese a su fiero gesto de batalla. El buque puede explotar en cualquier momento, parecía decir. Por eso echó a andar sin dar respuesta, dejando a su segundo al mando para bajar a las tripas de su Almansa; a una especie de infierno en la tierra dominado por las llamas y el olor a azufre. Quería mirar a los ojos a sus hombres. A los que morirían o vivirían por él.

La tripulación sintió la llegada de su capitán y se volvió para verle en la escalera. Estaba cansado pero dispuesto a seguir peleando. Sus patillas, que le llegaban hasta el cuello, estaban empapadas en sudor, pero ni el uniforme arrugado le quitaba un ápice de dignidad a su mirada.

— Hoy no es día de mojar la pólvora.

Ocho palabras. Ni una más. El capitán Victoriano Sánchez Barcáiztegui no necesitó más que ocho palabras para dar a entender a la tripulación que ese día la Almansa se batiría hasta la muerte si era necesario.

 

Foto de portada: Combate del dos de mayo.

 

¿Te ha gustado el relato?

Deja tu opinión en un comentario o si lo prefieres cuéntamelo en Twitter o Instagram.

Y si quieres más puedes descargarte mis libros Confinados y Un día en la guerra totalmente gratis en esta misma web.

¡Disfruta de la lectura!

 

Deja un comentario