No quiero pintar. Hoy no, no me apetece. El caballete me da urticaria. Es oler la pintura y pensar en el pringue que se me quedará en los dedos al terminar la jornada y me dan náuseas. Porque me es imposible dar brochazos sin que restos de azul cobalto o verde salvia se me peguen en las manos. Hoy, sólo con pensarlo se me retuercen las tripas.
Qué diría de mí el chaval de dieciséis años que emborronaba cuadernos a pilot y lápiz. El típico alumno que se pasaba las clases con la cabeza perdida entre dibujos, así era yo. Un cliché con patas. Poco después nacería mi necesidad de conocer el óleo, la acuarela —que nunca me gustó—, la aerografía… muchas técnicas que probar y dominar.
Cuando empecé Bellas Artes pasé de ser un cliché de alumno desmotivado a un cliché de rebelde de baratillo. Iba con pintas zarrapastrosas, apenas pisaba la facultad y dediqué la mayor parte de mi tiempo a ver películas viejas y frecuentar malas compañías que me mostraron el fascinante mundo del grafiti. Todavía queda alguno mío por ahí, y cuando lo veo recuerdo esos días con una chispeante mezcla de orgullo y culpa que me hace esconder una sonrisilla bajando la cabeza.
No había terminado de asaltar murales en la noche cuando me hablaron de la pintura 2.0, la que se hace con tableta y ordenador, pero no me convenció la cosa. Nadie ligaría jamás intentando esbozar un escorzo desnudo con una fría pantalla de por medio. Lo mío era el olor acrílico y la sensación de tener pintura bajo las uñas. Ese mismo olor y esa misma sensación que hoy no aguanto y que es una de las razones por las que no quiero pintar.
Los años siguientes no fueron precisamente un camino de rosas: mis padres me dijeron que ya había hecho el vago lo suficiente y tuve que buscar un trabajo para mantener mis gastos. Las condiciones eran duras, pero yo seguía empeñado en ganarme la vida pintando, fuese como fuese.
Mi primer contrato lo logré gracias a un amigo al que le pidieron un mural en un local comercial, pero que como dijo que no se vendería al vil metal, dio mi contacto. Yo, que sí me vendía, hice el trabajo y todavía recuerdo lo rico que me supo el vino que me compré nada más cobrar. Era la mezcla perfecta de éxito y orgullo hecha líquido. A ese le siguieron otros encargos similares que, si bien pagaban las facturas, ya no traían aparejados un vino tan dulce como el de esa primera vez. Estaba pintando, sí, pero no pintaba lo que yo quería. Mi ego creador estaba siendo machacado.
Fue entonces cuando las cosas cambiaron. El cura de una parroquia me pidió un mural que francamente quedó estupendo. Ese mismo cura, un año más tarde, fue nombrado obispo, y para inmortalizar el evento me ofreció la oportunidad de hacerle un retrato. Jamás entendí por qué me eligió a mí, pero desde entonces mi obra está dedicada en gran parte al arte sacro. Inexplicablemente lo sacro me proporciona suficientes encargos como para vivir bien al tiempo que me permite desarrollar al máximo mis ideas y mi personalidad como pintor. Yo tampoco lo entiendo, pero así es.
Miro de nuevo el cuadro que tengo a medias; la paleta manchada de decenas de mezclas y las puntas de los pinceles esperando descubrir trazos que todavía no he ideado. No quiero pintar, me repito resoplando. Pero más vale que me ponga a ello, no vaya a ser que la inspiración no me pille trabajando.
Foto de portada: ©bilgecangurer
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