— Mira —dice ella señalando una vela encendida en una esquina de la calle—. Parece un altar.
— Sí, sí que lo parece —respondes sin dejar de mirarla por el rabillo del ojo.
— Qué siniestro… Me gusta.
Y sonríe con esa sonrisa que podría iluminar la noche más oscura. Y tú no puedes hacer otra cosa que sonreír a la vez, embobado como llevas con ella durante toda la tarde. Después la sigues hasta el portal de su casa, la abrazas y te despides sintiendo cómo esa sensación de angustia que te nace en la boca del estómago se expande hasta el corazón y los pulmones, impidiéndote pensar o respirar o incluso sentir cualquier otra cosa.
Cuando la luz del portal se apaga te quedas mirando tu propio reflejo en el cristal de la puerta y te preguntas en qué momento te has convertido en el hombre arrugado de cincuenta años que te devuelve la mirada. Tienes media hora de camino hasta casa, por lo que te pones a andar mientras sacas los cascos para que la música para masocas haga que la ciudad se convierta en el escenario triste que acompañe la bola de desazón que parece que nunca terminará de bajar por tu esófago.
Con Urge Overkill pidiendo a esa chica imposible que tome su mano como tú no te has atrevido a hacer esta noche, te das cuenta de que, de alguna forma, vuelves a tener diecisiete años y que ese camino a casa, de noche y empapado en desdicha, lo conoces bien. Porque no es la primera vez que te enamoras absurdamente de ella. Porque ha habido muchas ellas por las que sufrir en estos treinta años.
Y puede que sea ese leve consuelo el que hace que el dolor se disipe a lo largo de tus brazos y piernas, y la bola de desazón reduzca su tamaño lo justo para que pueda bajar por tu garganta. O puede que sea que, en tus oídos, The Mighty Rio Grande te inspire algo de calidez y de optimismo. Te han dolido otras mujeres y has salido adelante, esta vez no debería ser diferente. La música para masocas tiene esas cosas: nunca sabes a dónde te va a llevar.
Cuando llegas a casa lo primero que haces es ir a la habitación de tu hijo, que a sus doce años ya empieza a dejar de ser un niño pero sigue durmiendo como si lo fuera. Y después te cambias de ropa sin hacer ruido, te pones el pijama, y te metes en la cama intentando no despertar a tu mujer, que apenas nota tu llegada.
Y antes de dormirte dedicas un último pensamiento a la mujer tan guapa que duele verla a la que has acompañado hasta su casa, confiando en que el tiempo y la distancia llevarán al olvido, y con ello a la tranquilidad para seguir adelante con tu vida.
Foto de portada: ©Pexels
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En la mañana de lunes lo he podido leer. Ayer día de cumpleaños de nieta, imposible.
Así nos vemos, que bien lo relatas, pero sin churri para deleitarnos con su juventud. Mola!!
A por el siguiente relato.
Un abrazo