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Mis demonios

La conversación con Arrio ha hecho temblar los cimientos de mi convicción religiosa. ¿O quizá no? No me ha hecho dudar de Dios, al que siento conmigo incluso ahora, en el mismo Infierno. Me ha hecho dudar de los hombres, y esa duda es tan razonable como cualquier otra, sobre todo aquí abajo.

Con sus palabras todavía dando vueltas en mi mente sigo adelante sintiendo la presión del aire podrido dentro del pecho. Ningún versículo de la Biblia podría haberme preparado para esto, pero aquí estoy y debo seguir adelante, pues es mi alma lo que está en juego. Mis pensamientos no deben distraerme: al otro lado de una pared de ceniza oigo unas voces que me obligan a volver a ponerme en guardia.

 — Oigo pasos —dice algo—. ¿No habéis oído pasos?

 — Qué va, no inventes cosas y dale.

 — ¿Quieres perder tan rápido?

Con todo el sigilo posible asomo la cabeza y veo a través del aire sucio a cuatro pequeñas figuras en círculo. Parecen jugar a las cartas mientras se insultan y se golpean cuando ganan una ronda. Apenas llegarán al metro de altura, y tienen las pieles macilentas, con brazos deformes, jorobas y piernas cortas en zambas.

 — ¿Quién está ahí?

Me han visto, pero no me parecen una gran amenaza así que opto por salir de mi escondite y mostrarme ante ellos.

 — Eh, pero si es el creador.

 — Coño, ¡el creador!

 — ¡Vaya pintas llevas, macho!

Todos sonríen al verme y dejan su juego para acercarse a mí. No son sus andares patituertos o las pústulas que les crecen por todo el cuerpo lo que me causan pavor, sino sus rostros. Todos tienen la misma cara: la mía.

 — Ya era hora de que aparecieras, caguendios, que llevamos esperándote todo el día.

Escuchar esa blasfemia salida de mi boca en el cuerpo de uno de esos diablillos es demasiado para mi mente humana, por lo que me tengo que apoyar en el monte de cenizas para recobrar la compostura.

 — ¿Quiénes…? ¿Quiénes sois? —consigo preguntar.

 — ¿Cómo que quiénes somos, creador?

 — El tío no tiene ni idea.

 — Jajajajajaja ¡Menudo idiota!

Todos se ríen de mí pero ninguno termina de darme una respuesta.

 — ¿Quiénes vamos a ser? ¡Somos tus demonios!

 — ¿Mis demonios?

 — ¡Claro! —el que parece más amable de los cuatro le toma la mano y le lleva hasta donde estaban sentados antes—. Este es Vago, que nació cuando empezaste a dejar de lado los estudios con doce años. Ese es Fracaso, al que le gusta mucho recordarnos cada vez que hemos fallado en la vida, y por supuesto Blasfemo, de cuando eras joven y renegabas de Dios antes de meterte en el seminario.

Aquello era totalmente surrealista, pero qué no lo era en el Infierno.

 — ¿Y tú?

 — Yo soy Lujuria, ya sabes, el que te habla al oído cada vez que va a misa una puritana de tetas gordas, de esas que te gustan a ti. No me vengas con tonterías —me dice en cuanto levanto la mano para protestar—. A otros podrás venderles tu ausencia de deseo carnal, pero a mí no.

Increíble. Yo, sentado en el mismo Infierno con mis demonios internos riéndose de mí.

 — No pongas esa cara —dice Vago—. Siéntate con nosotros y déjate ir.

 — Tampoco es que puedas arreglar nada de lo que aquí ocurre —sigue Fracaso.

 — Aquí ni la puta de la Virgen va a escucharte —Blasfemo no tiene pelos en la lengua.

 — No les hagas caso —les reprendió Lujuria—. Están molestos porque desde que te metiste en esos rollos clericales cortaste nuestro crecimiento y por eso nos hemos quedado así de deformes, pero en el fondo no te guardamos rencor, ¿verdad, chicos?

Mneh, bah, bueno y su puta madre respondieron los otros tres. Lujuria es el único que sonríe, pero los otros tres tampoco parecen tenerme inquina.

 — Antes habéis dicho que me estabais esperando.

 — Sí, claro.

 — Entonces, ¿sabíais que estaba aquí?

 — ¡Todo el mundo lo sabe! Un exorcista en el Infierno, esa sí que es una noticia jugosa.

 — Pero tranquilo, creador, de momento nadie quiere hacerte daño.

 — Ni siquiera…

 — ¿El Jefe? Nah, de momento le divierte tenerte por aquí. Cuando quiera que desaparezcas ya se encargará de que lo hagas.

De alguna forma eso me alivia. Sin embargo todavía hay algo que me carcome, y que creo que mis demonios pueden ayudarme a solucionar.

 — Sabíais que estaba aquí, pero ¿sabéis por qué?

 — Algo hemos oído.

 — Y… ¿podéis ayudarme?

 — ¿A salir de aquí?

 — A recuperar mi alma.

Mi petición hace que los cuatro se miren los unos a los otros con ojos temerosos. Sin embargo algo me dice que van a ayudarme. Soy su creador al fin y al cabo.

 — Yo creo…

 — Lujuria, que nos metemos en un lío.

 — Pero…

 — Al Jefe no le va a gustar.

 — No tenemos que ayudarle nosotros directamente, sólo tenemos que indicarle el camino, nada más.

Todos miran a Blasfemo, que pese a ser el más escuálido de todos parece tener mucho peso en las decisiones del grupo.

 — Sólo indicarle el camino, cagüen la hostia puta, nada más.

 — ¡Estupendo! —Lujuria da palmas con sus manos trochas y se levanta—. Tenemos que movernos rápido entonces.

 — ¿Movernos? ¿A dónde? —pregunto sin entender nada.

 — A la Biblioteca.

 

Foto de portada: ©Pexels

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