Tenía diecinueve años y era mi gran oportunidad. Las pruebas habían sido duras: muchos diálogos que aprender, sesiones interminables de casting, pruebas, pruebas y más pruebas… un infierno del que salimos elegidos dos alumnos de la escuela, y a mi me había tocado el premio gordo. La producción en la que iba a participar era la que encabezaba ni más ni menos que Elisabeth McClaine, musa de directores y famosa por haber dicho que no a millonadas de Hollywood por seguir haciendo teatro. Como digo, era mi gran oportunidad.
Llegué el primer día tan emocionado como un adolescente puede estar ante su primer contacto real con la actuación profesional. El teatro, decenas de personas entre bambalinas preparando todo, los camerinos… ¡por primera vez tenía un camerino para mí! Era un sueño hecho realidad… hasta que llegó ella. McClaine era la estrella del espectáculo, y así se encargó de hacérmelo ver desde el primer minuto.
– O sea que tú eres el crío que han traído a trabajar conmigo —me dijo nada más verme—. Pues vaya facha.
Después del jarro de agua fría la cosa sólo pudo ir a peor. En los ensayos, McClaine modificaba los textos a su antojo, cambiándome los pies para que nunca entrase bien y el resto del reparto se riese de mí. Aquello fue horrible. Yo quería ser un actor serio, de método, y esa maldita diva no dejaba de presionarme e improvisar para sacarme del personaje.
Llegaron las funciones y la cosa se puso todavía más negra. Elizabeth McClaine reinventaba cada día las escenas colocándose donde le daba la gana, de modo que yo tenía que seguirla sin poder interactuar con el atrezo que me tocaba. Perdí seis kilos en la semana de representaciones de lo nervioso que me ponía. No recuerdo nada tan tenso en toda mi carrera.
A la última función la siguió la fiesta de despedida, en la que McClaine no me dirigió la palabra en ningún momento. En su discurso final mencionó a todos los demás actores menos a mí, y por supuesto fue repartiendo besos y abrazos a todos los técnicos, regidores y demás personal de producción. De mí pasó como de la mierda.
Dos días después de la última función, cuando ya estaba de vuelta en la escuela, un número desconocido me llamó a media mañana.
– Hola, soy el agente de Elizabeth McClaine. Me ha dicho que eres un chico de gran talento y con mucho futuro, y que si no te represento desde ya me arrepentiré el resto de mi vida. ¿Cuándo podemos vernos para hablar?
Foto de portada: ©LUISPEPUNTO
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