Hoy es viernes por la noche y estoy solo en mi habitación, pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que los viernes eran días de gloria, llenos de ideas alocadas, de conversaciones profundas y de posibilidades. Los viernes eran días memorables por los que valía la pena esperar una larga semana. Pero eso era antes. Ahora, como digo, estoy solo. Como todos los viernes.
Éramos un grupo amplio, diez o quince seríamos, y siempre nos juntábamos cada viernes en el bar de siempre. Aquel era nuestro cubil, nuestro refugio; el lugar al que dirigirnos para poner fin a la semana y empezar a disfrutar de la vida. Todos éramos diferentes, tanto de forma de ser como de vestir; de credo, ideología o gustos musicales, pero nos respetábamos, nos apreciábamos y conseguíamos sacar lo mejor de los demás. O al menos eso me gusta pensar.
Estaban Ernesto y Juan, contables, Ignacio, que se autoproclamaba el último falangista del mundo, Antonio, que se autoproclamaba el único comunista del mundo y que era íntimo amigo de Ignacio, Esther, radióloga, Luz, la cinéfila más cinéfila de todas las cinéfilas, Laura y su marido Fran, que era un aburrido pero era nuestro aburrido y por eso le queríamos. El más joven era Lucas, que no había cumplido los veinte, y los dos más ancianos eran Elena con setenta y uno y Alonso con setenta y tres. No siempre venían todos, pero siempre había cuórum suficiente como para hacer la noche memorable.
No recuerdo por qué empecé a juntarme con ellos. Supongo que la casualidad querría que acabase pasando el rato con esas gentes tan dispares como interesantes. Cada viernes empezábamos la tarde en el bar de siempre, y a partir de ahí todo era posible. Podíamos ir a una exposición, o al teatro, o al cine, o ver el fútbol. Alguna vez hicimos una ruta en bici, y en una ocasión fuimos a un rocódromo. Pero lo más normal era quedarnos horas y horas en el bar con la trapa bajada, bebiendo vino hasta el amanecer. Y es que el bar era el nexo que nos unía a todos, pero no fue hasta que lo cerraron que nos dimos cuenta.
Sin un lugar de referencia al que ir empezamos a desgajarnos. Al principio fueron ausencias puntuales. Luego podían pasar meses sin ver a alguno de los habituales. Finalmente se dejaron de proponer planes ya que éramos muy pocos los que acudíamos a la llamada del grupo. Ya no era lo mismo. No eran tan natural.
El otro día me crucé por la calle con Ignacio, el último falangista del mundo. La conversación fue breve porque ambos llevábamos prisa, pero coincidimos en que deberíamos encontrar otro cubil y volver a juntar a la banda. Los dos sabíamos que es algo que no va a pasar, pero por un momento casi pareció posible. Porque al despedirme de él pude notar cómo los dos añoramos esos viernes increíbles que, lamentablemente, pertenecen ya al pasado.
Foto de portada: ©Kelsey Chance
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Si señor, con solera e impregnado de grandes recuerdos, muchas gracias