Incluso el aire temblaba de frío arrastrado por el viento, que cortaba como un cuchillo a su paso por el viejo cementerio. La luz de la verja titilaba en su farol, miedosa de lo que a sus espaldas podía ocurrir. En el suelo, la arena de los caminos estaba revuelta por mil pisadas, lo que indicaba dos cosas: La primera era que había habido un entierro ese mismo día. La segunda era que los resurreccionistas estaban al caer.
Cuando la última campanada de las tres de la madrugada todavía resonaba a lo lejos, un golpeteo de pasos crujió en el cerro que llevaba al camposanto. Eran varias las sombras que se deslizaban con ligereza hasta la tapia; cinco jóvenes que buscaban carne fresca.
– ¿No nos pillará el guarda?
– Ahora está haciendo la ronda por la zona norte.
– Vamos.
Como si de un comando militar perfectamente entrenado se tratase, se apoyaron los unos sobre los otros y treparon hasta verse al otro lado. En sus manos las herramientas estaban cubiertas de pintura negra para evitar destellos delatadores. Para los resurreccionistas su trabajo era cosa seria, por muy peligroso y macabro que pareciese.
– Aquí es.
– ¿Estás seguro?
– Calla y cava.
Sus voces eran silbidos sobre el aire helado. Sus gestos, centellas profesionales. Apenas hacían ruido al remover la tierra en busca de su botín.
– ¡Cuidado!
Un chispazo de luz les obligó a lanzarse a todos al suelo: el guarda regresaba de hacer la ronda y pronto pasaría cerca de ellos. Con un poco de suerte no vería el enorme hoyo que los resurreccionistas habían cavado en la tumba más reciente del lugar.
– No os mováis. No creo que nos vea.
Los pasos del responsable del cementerio pronto pasaron de largo dándoles campo libre para seguir con su lucrativa labor. La necesidad de cadáveres recientes para investigaciones médicas, sumadas a las absurdas prohibiciones de la autoridad, habían elevado sus honorarios a cantidades exorbitadas. Y también el riesgo, porque el dinero había atraído a buscavidas sin escrúpulos que no esperaban ni un instante a desenterrar cuerpos para venderlos al doctor que mejor pagase. Eso había llevado a que algunas familias pusiesen guardeses en las tumbas de sus allegados al menos hasta que la carne se marchitase quedando completamente inservible para la ciencia.
– Nos ha tocado el gordo.
– Y tanto, está estupendo.
– Los anillos los repartimos luego.
– Venga, ¡arriba con él!
Veinte minutos después de su asalto a la tapia del cementerio, abrazados por el mismo viento helado que los trajo hasta allí, los resurreccionistas abandonaban su coto de caza con una excelente pieza entre las manos.
Con un poco de suerte, al día siguiente el periódico anunciaría el entierro de un nuevo objetivo con el que lucrarse en nombre de la ciencia.
Foto de portada: ©Skitterphoto
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Siempre hay individuos sin escrupulos, que para llenar el buche son capaces de todo…! Lastima!…..
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