– Buenas tardes, Roald.
En el pub estaba él solo, con un vaso vacío reposando sobre la barra y cara de pocos amigos.
– Buenas tardes.
– Pareces disgustado.
– Lo estoy —bufó—. Y tú deberías estarlo también.
La recién llegada, una anciana sonriente y con aire tranquilo, negó con la cabeza tras pedir un té.
– Vamos, vamos, son cosas que pasan.
– ¿Cosas que pasan? ¿Acaso escribiste tú “Eran diez”?
– No, por supuesto que no.
– ¿Entonces?
La mujer entornó los ojos y se llevó la taza humeante a los labios.
– Calma, calma querido Roald.
– Nos están reescribiendo, Agatha. Nuestro trabajo, nuestra vida ha sido modificada por mojigatos y puritanos que no saben juntar cuatro letras… ¿es que eso no te afecta?
Justo cuando la anciana iba a responder sonó la puerta, por la que entró un hombre fumando en boquilla. Al verles a los dos se acercó sonriendo.
– Mi buen Roald, ¿cuánto hace que no nos veíamos?
– Demasiado, compañero —respondió el otro estrechándole la mano—. Permíteme que te presente. Agatha Christie, este es mi amigo…
– Fleming —le interrumpió el otro dando un paso hacia la anciana—. Ian Fleming. Para servirla, señora Christie.
– Encantada, señor Fleming, pero llámeme Agatha.
– En tal caso le pido ser sólo Ian, para usted.
– Pues lo que estábamos hablando te afecta, Ian.
Ian Fleming dio una larga calada a la boquilla y carraspeó invitándole con un gesto a que continuase.
– Están reescribiendo nuestras obras. Las de Agatha, las mías y las tuyas.
– Por un grupo de lectores sensibles, según dicen —apuntilló la mujer con un brillo inquietante en los ojos—. Para no ofender a nuevos lectores.
Ian Fleming se tomó un momento para controlar el rictus que le había desfigurado el rostro, dando un manotazo a la barra del pub para dejar escapar la tensión.
– ¡Qué infamia!
– No hay mejor palabra para definirlo.
– ¡Con lo que hemos sido! ¡A nosotros! —el cigarrillo había salido volando de la boquilla, que parecía a punto de partirse entre las fuertes muelas de Fleming—. ¡Esos mamarrachos sin talento!
Con un nuevo golpe en la barra el enfado pareció abandonar su rostro, recuperando la compostura mientras colocaba un nuevo cigarrillo en la punta de la boquilla.
– Pues a Agatha le da igual —pinchó el otro.
– ¡Roald Dahl! ¿Cómo se te ocurre decir algo parecido?
– No veo que te enfades.
– Pues me enfado mucho.
– ¿Y por qué no lo muestra? —preguntó Ian Fleming mientras daba fuego a su cigarro.
El rostro de Agatha Christie compuso una mueca que podía ser de resignación o de tristeza.
– Porque nosotros estamos muertos —dijo finalmente dejando caer los hombros—. Y los muertos no pueden defenderse.
Foto de portada: ©Tama66
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