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Libertadores VII

Don Ernesto y sus hombres pasaron lo que les pareció una eternidad reconociendo el terreno alrededor de ese enorme peñasco que separaba las tierras taínas de las de sus enemigos. Todo por empecinamiento del capitán, que quería quedar bien con el líder de los indígenas para ganarse su ayuda.

— ¿Por qué correr tanto riesgo? —le preguntaban sus hombres.
— Un amigo es aquel que tiene los mismos enemigos que tú —respondía hosco—, y en esta tierra todos son enemigos. Todos salvo estas gentes.

De pronto uno de los indios abrió mucho los ojos, echó mano a su arco, y disparó una flecha al interior del bosque. En el interior de la maleza se escuchó un chillido largo y agudo, y después un montón de palabras en la lengua salvaje e impía del Nuevo Mundo. El chillido no cesó hasta que el mismo que había disparado la flecha entró en la jungla machete en mano.

— ¿Qué ha sido eso?

Juan no tuvo que traducir lo que los indígenas decían: sin duda era un explorador enemigo. Don Ernesto supo que la cosa se pondría fea pronto, de modo que mandó formar a sus hombres intercalándolos con los taínos en una grieta de la roca. Allí estarían resguardados ante el posible ataque.

— Si hay uno ahí habrá más. Mejor plantar la defensa que esperar a que nos cacen huyendo —dijo a su segundo—. Juan, ven aquí.

Sabiendo que no tenían mucho tiempo echó un vistazo a los indios y eligió al que le pareció más ágil. A través de su fiel intérprete le dio las órdenes pertinentes: ir al poblado y dar la voz de alarma. Con suerte llegaría a tiempo.

— ¡En formación! ¡Picas al frente! —gritó—. ¡Santiago!
— ¡Santiago! —respondieron a una las voces de sus hombres asustando a los taínos—. ¡Cierra!

No tuvieron que esperar demasiado. Sobre los ecos del grito de guerra empezó a crecer un murmullo quedo de pasos rápidos y hojas zarandeadas. Un ruido que contrastaba con las respiraciones de los españoles, que eran duras, secas; casi como bufidos de animal. Hombro con hombro junto a los taínos, aguardaban el ataque sin saber muy bien de dónde vendría. En el claro el sol caía de plano sobre ellos quemándoles la piel.

Ojo a la lumbre, se decían mientras iban prendiendo las mechas para los mosquetes. Tenían diez, y vista la distancia que había hasta los primeros árboles podrían hacer como mucho dos disparos si recargaban rápido. Después sus hierros harían lo propio.

Don Ernesto estaba colocado en el centro de la formación apenas tapado por el escudo de un taíno que tenía a su lado. Detrás de él estaba Juan, presto a traducir cualquier orden.

— Juan, avisa del ruido —siseó don Ernesto señalando los mosquetes—. Que aguanten.

En ese momento los sonidos en el bosque se detuvieron, quedando todo en una inquietante calma. De alguna forma se podían intuir figuras humanas entre la maleza. Observando. Como fieras esperando el momento idóneo para lanzarse sobre su presa.

Las formaciones ya estaban listas para el combate. Sólo faltaba ver quién asestaba el primer golpe.

 

Foto de portada: ©enriquelopezgarre

 

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