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Libertadores VI

La tropa parecía descansada tras dormir sin preocupaciones en el poblado taíno. Todos menos don Ernesto y Juan, el intérprete, pues ellos habían pasado una larga noche succionando el humo de hojas de planta enrolladas que tanto gustaba a los nativos. Pety, creyó entender el capitán español que lo llamaban, y si bien al principio sintió recelo al probarlo, terminó por encontrar placer en el ligero mareo que le produjo, adormilando sus miedos y soltando su lengua.

Gracias a la conversación que mantuvo con el cacique local pudo saber que su pueblo estaba en guerra, y que los taínos contaban con que él hiciese frente al enemigo. Por eso les habían recibido con tanto alborozo: ese era el precio que habían puesto a su ayuda. A los españoles les tocaría luchar para sobrevivir.

— Que se preparen —ordenó el capitán a su segundo—. Hoy patrullaremos con los indios para reconocer el terreno.

Antes de que el sol hubiese alcanzado su punto más alto, toda la compañía estaba lista para marchar. Un grupo de diez guerreros taínos pertrechados para la batalla les guiaría por sus tierras. Pronto se vieron de nuevo encerrados entre paredes verdes, marrones y pardas, todos con las armas bien dispuestas ante la posibilidad de que cualquier enemigo, hombre o bestia, pudiera asaltarles en cuanto tuviera ocasión.

El grupo llamaba la atención por lo dispar entre los españoles y los taínos. Los nativos abrían la marcha con sus arcos, flechas y lanzas. Eran pequeños, de anchos hombros y pieles morenas; sigilosos como felinos entre la maleza. Vestían ligero, perfectamente preparados para sobrevivir en esos entornos difíciles. Los españoles, en cambio, parecían una marabunta con sus hierros entrechocando, las picas enredadas en las lianas y el paso duro del que sabe que se juega la vida en cada zancada. Las camisas amarilleaban empapadas en sudor bajo las corazas, y muchos morriones colgaban de los cintos para dejar respirar las ideas. El único que se mantenía impasible era don Ernesto, con sus calzas rojas, sus zapatos manchados de polvo y lodo, y la banda encarnada cruzándole el pecho para marcar su rango. Junto a él, orgullosa pese a estar tan lejos de su patria, el aspa de San Andrés hendía la jungla trayendo la verdadera fe a ese mundo extraño y peligroso al que Dios les había mandado.

Sería alrededor de la hora de comer cuando la vegetación empezó a perder densidad: los árboles cada vez estaban más separados los unos de los otros y disminuían en altura y grosor, lo que hacía que el sol diese a los hombres cada vez con más fuerza. En lo alto los pájaros arrojaban monstruosas sombras, y el aire era más seco. Se acercaban al final de la jungla.

— Estamos en territorio enemigo —tradujo Juan—. Tener cuidado.

La compañía formó en la linde del bosque, que se abría hasta unas paredes de piedra casi verticales a unos cincuenta pasos de distancia. Aquella zona era una frontera natural: normal que allí terminase el territorio taíno y empezase el de sus enemigos.

Don Ernesto mandó expandir los flancos y puso a todo el mundo en alerta. El lugar era un atolladero difícilmente defendible y cualquiera de los insólitos ruidos que les rodeaban podría ser el de un ataque sorpresa. Si todo iba bien reconocerían el terreno y darían la vuelta sin más percances. Sin embargo, y tal y como temía el capitán español, aquello podía convertirse en el campo de batalla de su primer enfrentamiento en el Nuevo Mundo.

 

Foto de portada: ©enriquelopezgarre

 

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