El día ya empezaba a caer cuando se inició la marcha. Los taínos abrían camino por medio de monstruosas construcciones naturales de troncos y helechos: una jungla verde y amenazadora repleta de sonidos inquietantes a oídos de los españoles.
Juan, el intérprete, traducía la animada conversación de los indígenas a don Ernesto, que asentía y respondía al tiempo que observaba ceñudo los alrededores. No terminaba de fiarse del todo de los indios, y ahora que las sombras se volvían cada vez más largas parecía que algo estaba despertando a su alrededor. Una fuerza natural a la que jamás se había enfrentado se mostraba en cada olor almibarado, en cada hoja, en cada flor. Todo estaba envuelto por una hechizante belleza que le ponía los pelos de punta.
— Pregunta cuánto queda —dijo al rato a Juan—. Quizá sea buen momento para descansar.
Un par de frases en la herética lengua de los nativos bastaron para bajar la marcha hasta detenerse.
— Cinco Credos —siseó el capitán a su segundo—. Tres patrullas de a dos.
Sin esperar respuesta desenvainó su toledana y con un par de silbantes golpes se abrió camino veinte pasos selva adentro. Clavó el hierro en el suelo y respiró hondo. Su instinto de soldado viejo gritaba, pero no sabía por qué.
A lo lejos las voces de sus hombres sonaban sobre el entrechocar metálico de las armas. Los taínos seguían mirando a los españoles entusiasmados, acercándose risueños con los ojos de un niño que ve algo que no termina de comprender. Los susurros entre la foresta, los crujidos y vaivenes de las hojas al viento, todo era normal. ¿Qué extraño presentimiento le llevaba entonces a agarrar con tanta fuerza la empuñadura de su espada?
Para cuando se dio cuenta de lo que sucedía ya era tarde. Bajo la impenetrable maraña de ecos de la naturaleza, un ruido casi imperceptible reptaba entre las hojas de los helechos. Un ruido tan sigiloso que no fue perceptible para don Ernesto hasta que se le agarró al tobillo y le trepó rápidamente con una fuerza descomunal. El orgulloso capitán español acababa de caer presa de una gigantesca serpiente.
La espada no servía a tan corta distancia, de modo que la primera reacción, la natural en un avezado espadachín como él, fue echar la mano al cinto: a su daga. Sin embargo la gigantesca culebra pareció anticipar su reacción y con un giro de su áspera cabeza le dejó pegado el brazo al cuerpo apretando más y más camino de su cuello. En un instante el mundo dio un vuelco y las raíces del suelo se le clavaron en las costillas. Las escamas del reptil giraban alrededor de todo su cuerpo, desde las rodillas hasta la cabeza, cerrándose cada vez más en un abrazo mortal.
Las fuerzas le fallaban.
Los pulmones comenzaban a arder.
La luz se apagaba.
Lo primero que Ernesto Maldonado de Mendoza recordaría siempre de aquella experiencia sería el serio rostro del líder de los taínos al despertar. Eso y el siseo del gigantesco monstruo que, sacudiéndose a su lado entre estertores, yacía con la cabeza colgando de un tajo por el que manaba la sangre más negra que había visto en su vida.
Foto de portada: ©enriquelopezgarre
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