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Libertadores III

La música seguía sonando y los cánticos crecían. Pronto pudieron ver a todos los indios, una pequeña partida de unos quince hombres que cantaban y reían en medio del bosque. A un lado un montón de troncos, aperos y otras herramientas descansaban descuidados: habían dado con un grupo de peones, por lo que un poblado debía estar cerca.

— Armas abajo —ordenó el capitán al ver a lo que se enfrentaban—. El intérprete conmigo, el resto esperad.

Las caras de los indios no cambiaron al ver entrar en el claro en el que se encontraban a un hombre vestido de forma extraña junto a otro tan moreno como ellos. De alguna manera actuaron como si les esperasen, acercándose sonrientes para hablar con ellos. Parecía que la noticia de la aparición de los españoles en el Nuevo Mundo había llegado ya a oídos de todos los habitantes de esas extrañas tierras.

— ¿Qué dicen? —preguntó don Ernesto.

El intérprete, que tras su bautismo había recibido el nombre de Juan, tradujo con rapidez.

— Ofrecen ayuda. Invitan a poblado.

Don Ernesto, perro viejo en tratos con los hombres —y aquellos lo eran por muy blasfemas que fuesen sus costumbres y excéntricas sus vestimentas—, escrutó sus gestos y miradas. No vio sombra de duda en ellos, acompañando sus invitaciones con gestos amables e incluso alguna reverencia. Tampoco es que su situación fuese muy favorable, con el resto de la expedición esperando su ayuda en la costa, de modo que dio orden a sus hombres de entrar en el claro. Tendría que arriesgarse y esperar que las intenciones de los indios fuesen sinceras.

La excitación de los nativos creció al ver entrar en el claro al grupo de españoles con sus espadas, dagas, mosquetes y morriones tintineando entre destellos de sol. Incluso los que se habían quedado atrás se acercaron entre canturreos y susurros para ver mejor esos artefactos increíbles que, en vista de su reacción, les debían parecer cosa de magia.

Una vez hechas las presentaciones pertinentes, llevadas a cabo con suma pompa por parte de los nativos, se sentaron todos juntos intercambiando baratijas y comida mientras un grupo vigilaba los alrededores. Una cosa era mostrar confianza y otra muy distinta era sentirla, y el capitán de la expedición no tenía ningún interés en que le pillasen con la guardia baja.

— Podemos llegar a poblado hoy —dijo al rato Juan, el intérprete—. Quieren que conozcamos a su rey.

Don Ernesto ya había previsto aquello, y aceptó no sin recelos el ofrecimiento. Al salir había mandado coger todas las alhajas de que disponían por si hicieran falta para agasajar a los nativos. Incluso había echado un vistazo al estado de las monturas que habían dejado junto a los buques caso de que hubiera que regalar alguna para lograr el favor de un cacique local. Necesitaban materiales para retomar la marcha, y también provisiones.

— Que nos lleven ante su rey —terminó por decir—, pero que nadie baje la guardia.

Corría un gran riesgo al dar esa orden, pero cuando abandonó Extremadura para embarcarse supo que tarde o temprano tendría que tomar ese tipo de decisiones. Era cristiano viejo, y como tal había puesto su suerte en manos de Dios.

Con lo que no había contado era que incluso Dios parecía un extraño en esa brutal e impía parte del mundo.

 

Foto de portada: ©enriquelopezgarre

 

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