— No hay material para reparar todos los daños, señor. Las velas no aguantarán.
— ¡Cuerpo de Dios! —masculló el capitán—. Dejaremos el grueso de la compañía aquí y unos pocos iremos armados a buscar ayuda. De no volver en tres días que Santiago nos guarde a todos.
Las órdenes para los que se quedaban eran claras: mantenerse todo lo cerca posible de los barcos, no acercarse a la costa más que lo estrictamente necesario y nunca bajar la guardia. Don Ernesto Maldonado de Mendoza, capitán de la expedición, iría con la treintena de valientes dispuestos a arriesgar la vida por sus compañeros. Cada uno de los que formaba la compañía se había ofrecido voluntario ante la llamada de su líder, al que respetaban profundamente.
Tras el rezo del ángelus y repartir el capellán las bendiciones, los voluntarios tomaron los pertrechos e iniciaron su ruta hacia lo desconocido. A la cabeza iban varios mozos con cotas de malla cortas y gruesos machetes abriendo camino, seguidos por don Ernesto y el aspa de San Andrés. Los treinta hombres rezumaban dureza y hierro, brillantes bajo ese sol ateo que parecía maldecir sus armas cada vez que se reflejaba en ellas.
Los pasos sonaban rítmicos entre riachuelos, arbustos, tierra, lodo y raíces. El chasquido de los machetes daba fuerte en las ramas arrancando sonidos desgajantes que se confundían con el pisar de las botas. De vez en cuando alguna llamada al orden sonaba cual látigo del cómitre; el alboroto llamaba demasiado la atención. Aunque ya no estuviesen perdidos en alta mar no podían bajar la guardia.
Pasaba ya un buen trecho desde que abandonaron la costa cuando un juramento se escuchó entre la soldadesca. Un mono había saltado desde una rama cercana y le había robado un mendrugo de pan a uno de los españoles, que perseguía al animal soltando blasfemias ante la divertida mirada de sus compañeros. El macaco, conocedor del terreno, esquivó con agilidad las callosas y sucias manos del soldado, que entre tanto jeribeque terminó por caer de bruces sobre un matorral. No tardó mucho en ser reprendido por su superior.
La marcha siguió en silencio, aquejada de ruidos extraños, calores insufribles y humedades que convertían las ropas en arrugadas telas pegadas a los cuerpos. Los morriones pesaban, las alabardas se enredaban en las ramas más bajas y los macheteros daban las primeras muestras de cansancio, pidiendo relevo a la hora de abrir camino entre la jungla. Por suerte los ánimos se mantenían alegres, bromeando continuamente en voz baja al verse en tierra firme de nuevo.
De pronto el chasquido de los machetes de cabeza se detuvo. Habían oído algo. Don Ernesto colocó a todo el mundo en posición defensiva e hizo traer al intérprete a su lado. Cánticos. Gritos y cánticos procedentes de un claro cercano.
— Taíno —afirmó el intérprete con seguridad tras escuchar las voces—. Amigo.
Don Ernesto miró grave al intérprete, intentando adivinar en sus ojos profundos y su tez morena algún atisbo de mentira. No lo encontró.
— Mosquetes y alabardas —susurró a su segundo—. En semicírculo y a mi señal. El pendón conmigo.
La espada del capitán brilló al desenvainar. Los rostros barbudos, duros y desafiantes, miraban con decisión a los árboles que les separaban de las voces. Don Ernesto escrutó la maleza y dirigió una leve mirada a sus hombres, bien preparados con los hierros por delante y en formación cerrada.
Respiró hondo, asintió, y treinta pares de botas comenzaron a avanzar.
Foto de portada: ©enriquelopezgarre
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