Fue llegar al puesto y verlo, como si estuviese esperando por mí. Era un libro que no destacaba ni por su portada ni por su tamaño, pero era el que yo quería. Un ejemplar al que llevaba tiempo con ganas de echarle el guante: El duelo, de Conrad; un clásico de esos que se supone hay leer en algún momento y que en la Cuesta de Moyano aguardaba entre otros tantos lomos esperando una mirada que le abriese en canal dispuesta a zambullirse entre sus páginas. Tras hojearlo y pagar al librero los tres euros que valía me acerqué a un banco al que la sombra guardaba del sol veraniego y me dispuse a echarle un primer vistazo.
El olor de los libros viejos siempre me ha fascinado. Tiene una reminiscencia del aroma a nuevo pero con pátinas que van camuflando la historia de los lugares y manos por los que ha pasado. Me acuerdo de cuando mi tía nos daba los libros que iba a tirar y que nosotros salvábamos de su funesto destino, sacándolos sin pudor de la bolsa en la que los traía nada más entrar por la puerta de casa. El perfume de aquellos libros siempre era una mezcla de tabaco y café, y pese al tufo a humo rancio recuerdo con especial cariño varios títulos que llegaron así a mis manos. Cosas de cada uno, supongo.
Mi Duelo tenía el olor perfecto para acompañar una historia ambientada en el siglo diecinueve: Un deje de polvo, antiguo y suave, fruto de años de reposo guardando a Feraud y D’Hubert dispuestos a matarse a caballo o a pie, con espada o a tiros, exaltados los ánimos y templados los aceros en un duelo repetido hasta la extenuación. Pero no fue el olor del libro lo que me sorprendió, sino el repentino parón seco de las hojas al correr entre mis dedos. Chasqueando la lengua con irritación revisé el lugar donde el papel se había detenido esperando ver el pegamento del lomo resquebrajado dividiendo el volumen en dos mitades desiguales. En cambio lo que encontré fue una pequeña lámina blanquecina con los bordes dentados. De inmediato supe que aquello era una fotografía antigua, como las que mi padre me había enseñado de cuando él era pequeño.
Mi primera reacción fue levantar la cabeza mirando alrededor como quien encuentra un tesoro escondido. Después volteé con cuidado la fotografía para tropezar con dos chicas de unos veinticinco a treinta años mirándome sonrientes en traje de baño subidas a una roca en la playa. Abrazadas en blanco y negro, en sus ojos se podía ver una felicidad sencilla y auténtica; la clase de felicidad que no se puede fingir. Si algo he aprendido con el paso de los años es que la boca puede engañar pero los ojos no, y ellas sonreían con los ojos. Eran delgadas, una con el pelo muy negro recogido en una coleta y la otra con la melena que podría haber sido castaña o pajiza rebasando sus hombros. Aunque el pliego no era más grande que la palma de mi mano se apreciaban las ondulaciones del mar al fondo y lo que parecía un velero levando anclas en segundo plano.
Tras haber examinado minuciosamente mi hallazgo volví a levantar la cabeza reflexionando sobre esas dos chicas. La pregunta inmediata era cómo había llegado la foto a las páginas de mi libro, ya que por la vestimenta de las jóvenes era obvio que la instantánea se había tomado muchos años antes de la fecha de edición del volumen. Eran tantas las posibilidades que decidí mirar de nuevo a los ojos a las dos bañistas intentando descubrir algo más sobre ellas. ¿Cómo se llamarían? No se parecían demasiado por lo que no creí que fuesen hermanas. ¿Amigas entonces? ¿Algo más quizá?
Inventando una fantasiosa narración que respondiese a las dudas que me había provocado la fotografía –si la relación habría durado mucho o si la vida las habría separado poco después de tomar aquella foto, de qué se conocerían, si seguirían vivas o no…– me dispuse a caminar entre los puestos dejando volar mi imaginación hasta encontrar una portada que me cautivase. Entonces paré un momento y miré la hilera de casetas, cada una con sus centenares de libros esperando al comprador adecuado, y me pregunté cuántas de aquellas páginas encerrarían recuerdos de sus antiguos dueños esperando a ser encontrados por futuros lectores. Planteándoles, quizá, preguntas que diesen lugar a nuevas historias tal y como habían hecho conmigo.