Lo vi desde lejos cuando ocurrió. Era sólo acero, pero para algunos era mucho más. Era un símbolo de lo que el ser humano era capaz de hacer, de lo que una mente osada e inteligente podía llevar a cabo si se le daban los recursos necesarios para ello. No era bonita, pero no hacía falta que lo fuese. Cumplía su función y con eso bastaba. Por una parte servía de torre de telecomunicaciones, pero por otra, y quizá aquello era lo más importante, mostraba el poder que era capaz de desarrollar la imaginación del hombre.
La torre se veía a kilómetros de distancia y no porque fuese gruesa, sino porque era alta, más alta que cualquier otra construcción jamás ideada por el hombre. Lo sé bien porque mis animales han pastado en estas tierras desde que tengo memoria, y los últimos veinte años siempre lo hicieron bajo la espigada sombra de los hierros que la formaban. Sus más de seiscientos cuarenta metros de altura la hacían la construcción más grande de la historia, o eso me dijeron el día que me acerqué cuando ya la habían inaugurado. Desde luego era una maravilla de la técnica que parecía un dedo señalador, el aviso a la insignificancia de un dios incapaz ya de controlar su propia creación.
Así se sentía el diseñador de la torre cuando le vi durante las obras, orgulloso de su intelecto, feliz de verse como el hombre capaz de superar todas las inclemencias del mundo y alzarse sobre ellas como ningún otro había hecho. Con sus cables sosteniéndola se erguía intrépida sobre Polonia, aferrada a tierra y dispuesta a aguantar por toda la eternidad.
Sin embargo es bien sabido que la osadía se paga cara: no hay como subir muy alto para esperar una dura caída. Las mentes brillantes son faro y guía para la humanidad, lo cual conlleva el lastre de las que no lo son tanto. Yo he visto vientos huracanados que se me llevaban las vacas, tormentas horribles que acuchillaban el aire con relámpagos e incluso temblores en la tierra. Todo forzaba una estructura pensada para durar, siempre y cuando estuviese supervisada por el ojo adecuado. Muchas veces los sueños más elevados se caen por la mala planificación de aquellos encargados de las tareas más cotidianas.
Era un día de fuerte viento y los trabajadores habían abandonado ya sus puestos. Yo los vi partir desde mi prado. Más tarde me dirían que toda la mañana se había empleado en sustituir uno de los cables de sujeción de la torre, terminando la jornada como cualquier otra. Sin embargo mientras comía un chirrido metálico me hizo levantar la cabeza de mi plato de estofado. La torre estaba completamente combada, chillando ante su imposibilidad de mantenerse en pie. Alguien no había hecho bien su trabajo. La catástrofe era ya era inevitable. El dedo que apuntaba al cielo riéndose del mismísimo dios se partió por la mitad entre una nube de polvo que el viento pronto se llevó muy lejos de aquí.
La torre de radio de Varsovia demostró, una vez más, que la estupidez de la humanidad sumada a su ego es, posiblemente, el mayor de los peligros a los que los hombres nos enfrentamos cada día.
Foto de portada: ©R. Kreyser
¿Te ha gustado el relato?Deja tu opinión en un comentario o si lo prefieres cuéntamelo en Twitter o Instagram. Y si quieres más puedes descargarte mis libros Confinados y Un día en la guerra totalmente gratis en esta misma web. ¡Disfruta de la lectura! |