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La tienda

Entrar allí era como entrar en el siglo pasado. Las paredes de la tienda estaban pintadas de un color extraño, ni blanco ni gris, ni claro ni oscuro, aumentada su indefinición por la mortecina luz de los fluorescentes del techo. El aire siempre estaba quieto por encima del ulular de un ventilador, y multitud de notas a mano se apilaban sobre el mostrador. En el centro, un viejo ordenador que todavía funcionaba con MS-DOS iluminaba las facciones del dueño del local acentuando las arrugas de su frente.

Detrás del mostrador, en la pared, un cartel en blanco y negro mostraba el nombre de la tienda y el logo: un imponente caballo de ajedrez sobre cuatro escaques. En su día seguramente sería digno de verse, pero tanto el diseño como los desdibujados colores parecían sacados de los años ochenta. La parte buena del maltrecho cartel era que pegaba perfectamente con las antiguallas que parecían haberse hecho con el local mirando a los clientes desde sus estanterías.

El primer Macintosh, un Amstrad CPC 464 con su joystick, un Commodore 64, varias tarjetas perforadas colgando del techo, la placa base de un Apple II, disquetes de ocho, cinco veinticinco y tres veinticinco, incluso un MITS Altair 8800 convertido en mesa sobre la que se mostraban varias revistas de informática. La tienda llamaba la atención desde el escaparate, con un IBM PC 5150  enfrentado al despiece de un iMac. Como si en la batalla entre lo antiguo y lo moderno el IBM hubiese dado una paliza a la creación de Jobs. Al dueño le gustaba la ironía.

Si alguien necesitaba el conector más raro para instalar la BIOS más rara en la placa base más rara, ellos la tenían. Si un ordenador arrancaba una vez de cada tres, ellos daban con el problema. Tanto el dueño como sus trabajadores eran orfebres del silicio, capaces de soldar circuitos casi como en la cadena de montaje. Disfrutaban de la parte analógica de la informática, más cerca de la ferretería que de la programación, y de ese gusto habían creado un modo de vida.

Pese a lo viejos que eran los muebles y la estrechez del espacio, la tienda siempre estaba perfectamente limpia, sin una mota de polvo; ni siquiera en las altas estanterías donde piezas de ordenador se alternaban con los Commodore o los Atari se atrevían a nacer las pelusas. Otra de las manías del dueño.

Detrás del mostrador una puerta siempre entreabierta daba paso al taller, del que salía una luz brillante que resbalaba por la única pared que estaba a la vista: estaba llena de cajoncitos con condensadores, placas base y demás herramientas para hacer reparaciones. El murmullo de chispazos y pitidos de comprobación de equipos era constante allí dentro, pues los encargos no dejaban de llegar y tenían que atenderlos con rapidez.

Lo más extraño del establecimiento era que, pese a ser una tienda de informática, el único ordenador que se usaba era el que funcionaba con MS-DOS que había sobre el mostrador. Con él se organizaba el inventario y se emitían facturas. El resto, todo con el teléfono, bolígrafo y papel. Cuando los clientes, curiosos, preguntaban el porqué de ese funcionamiento casi analógico, el dueño sonreía y negaba con la cabeza.

    – Porque sé el peligro que tienen los ordenadores modernos, y no los quiero cerca de mi tienda —solía responder—. Por eso.

 

Foto de portada: ©Jason Leung

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