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La muerte del guerrillero

Etreros, 18 de octubre de 1832

Ahora que siento próxima la muerte escribo estas, mis últimas reflexiones en papel, pues no es mi costumbre dejar cosas al azar ni al arbitrio de otros. Dictadas ya mis voluntades, sólo me queda añadir unas breves líneas que sirvan de recuerdo de lo que en otro tiempo hice para gloria de nuestra patria, sus gentes, y Dios nuestro Señor. Espero Él sepa perdonarme estos instantes de orgullo rememorando las hazañas pasadas mientras espero a que llegue mi hora.

Desde el camastro veo por la ventana el oscuro cielo de Etreros, que pronto será mi tumba, y pasan frente a mis ojos decenas de imágenes que parecen vividas por otros, noches en vela y días de quebrantos desde que me alisté en el lejano año de mil setecientos noventa y tres. Recuerdo mis inicios como soldado, la guerra contra Francia y mi cautiverio durante dieciocho meses en Tolón. Siete heridas tuve que curar en ese tiempo, cuyas cicatrices aún se pueden apreciar en mi estropeado cuerpo. Fue difícil aguantar, pero tuve suerte y finalmente llegó la liberación y mi vuelta a Muñoz, la tierra que me vio nacer. Fueron los siguientes años los más felices y pacíficos de mi vida, casándome con mi Cecilia y viviendo con holgura.

Pero mi vida nunca estuvo hecha para la paz. Si ya sentía yo desprecio por todo lo francés, la invasión de mil ochocientos ocho me enfrentó definitivamente a los gabachos. Poco tardé en decidirme pues los saqueos, las matanzas y demás abusos me obligaron a retomar mi pasado de soldado y lanzarme dehesa adelante con mi garrocha y mis leales. Hasta coplas me cantaron en aquellos años, logrando victoria tras victoria hasta echar a Pepe Botella y devolver el trono a su legítimo dueño. De haber sabido entonces lo que El Deseado me tenía reservado jamás habría gastado una gota de sudor luchando por su regreso, pero al menos moriré con la conciencia tranquila y serenidad de espíritu, algo que dudo Su Majestad pueda siquiera concebir. La única espina que me llevo clavada al decir adiós a este mundo es el no haber vivido lo suficiente como para ver la muerte de ese traidor a España.

Mas no quiero que estas últimas líneas queden como tributo de las injusticias que he sufrido a lo largo de mi vida. Mi confinación en Etreros tiene más que ver con el hartazgo que siento hacia los que gobiernan el país que hacia los españoles, pues siempre he gozado de su apoyo y simpatía. Las falsedades sobre mí difundidas han sido desmentidas, y las delaciones refutadas. El resto queda entre Dios y yo. Al menos Él siempre se ha portado bien conmigo y me ha librado de situaciones difíciles; situaciones que a viejos amigos les tocaron enfrentar. No puedo olvidarme en esta hora del bueno de Rodrigo, joven valiente y luchador que sí vivió un infierno en vida fruto de las envidias y odios de los hombres. No hay condecoración que pueda igualarse a la satisfacción de haberle ayudado en su cruzada personal para ajustar cuentas con su pasado. Dondequiera que esté, espero pueda ser feliz disfrutando de todo lo que ahora tiene, pues nadie podrá arrebatárselo ya.

Podría seguir escribiendo sobre mis honores militares, cuando fui nombrado gobernador de toda la provincia de Santander, pero ello llevaría a recordar la muerte de mi esposa, Cecilia, ya que siempre hubo algo que amargase mi dicha. Tampoco mi carrera se mantuvo en pie, luchando por el bando perdedor contra el ejército enviado desde Francia para restituir al pérfido Fernando VII en el trono. Después las infamias me condenaron al ostracismo, valiéndome sólo de la ayuda de familiares y amigos para sobrevivir tras una segunda estancia en prisión, esta vez en mi propio país y condenado por mi propio rey.

Noto cómo las fuerzas me abandonan, dejándome solo ante la inminente llegada de la Parca. Tantas veces viéndola pasar a mi lado en el campo de batalla, como una compañera más a la que saludar esquivando su mortal mirada, y ahora es a mí a quien busca. Tantos hombres abandonando este mundo en su regazo y ahora soy yo el que se pregunta qué habrá más allá. ¿Qué nos tendrá reservado el Altísimo en esta hora de incertidumbre? Al menos cuento con la ventaja de conocer la muerte de cerca, por lo que será como recibir a una vieja amiga y esperar benevolencia por su parte. Este cuerpo marchito no aguanta. Mi hora ha llegado.

Mis últimos pensamientos son para ti, Juana. Has sido una buena mujer todos estos años, más de una década a mi lado después de que mi pobre Cecilia muriera. No sabes la pesadumbre que me queda en el corazón al saber que te dejo sola, sin hijos ni más familia que se pueda hacer cargo de ti. Espero puedas perdonarme. Yo rezaré por ti desde el Cielo, si el Señor me considera digno de acompañarle en su Gloria. Ahora he de reposar.

Brigadier Julián Sánchez

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