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La leona

El pueblo entero estaba revolucionado. ¡Una leona suelta por el municipio! En el caño, justo en el esquinazo de la Regadera baja, las mujeres no hablaban de otra cosa. Me ha dicho mi nuera que la vieron ayer asomada a la ermita, gritaba Dolores, que como era mayor y estaba casi sorda todo lo voceaba. Pues mi Remigio dice que eso son habladurías, que el circo sólo quiere darse publicidad, respondía Virtudes repitiendo como de costumbre la opinión de su marido. La monicipalidá ha puesto cepos en el río, p’a ver si pilla a la mala bicha p’ahí, sostenía Soledad, la chismosa oficial de la vecindad. Cuando todas tuvieron los cántaros bien llenos echaron un rezo rápido —petición del cura en la última homilía—, y se refugiaron cada una en su casa: batipuertas cerradas y trancos echados. Candelario vivía un estado de sitio.

Todos los hombres mayores de dieciséis años se turnaban en salidas para peinar el monte y tratar de dar con el peligroso felino. En grupos de tres y bien organizados por la Guardia Civil, caminaban agazapados noche y día por los alrededores del pueblo armados con revólveres, pistolas y trabucos. Los niños, por su parte, intentaban sin demasiado éxito burlar el confinamiento al que sus madres les habían sometido. Para ellos la leona era un ser casi mitológico de ojos fantásticos, dientes enormes y garras tan grandes como para servirles de asiento. Y cómo no, ellos iban a domar a la bestia. Albertín, el hijo de Virtudes, era el único que parecía no sentir el osado valor del resto de chiquillos; menos brutote que sus amigos, recelaba de sus escaramuzas hasta la Cruz del herrerito, donde se agazapaban entre arbustos hasta el anochecer para ver quién era el más valiente. Por supuesto contaban con la tunda que les esperaba en casa, pero poco les importaba. A su edad el mundo era tan joven como ellos, lleno de mágicos prodigios que conquistar.

Por las tardes, las estrechas calles de Candelario ululaban desiertas acompañando el suave caer del agua de las regaderas, brillantes como chorros de plata nacidos en los neveros de la sierra. La solidez de los muros de roca contrastaba con el recelo de los habitantes, temerosos de encontrarse a la hambrienta fiera acechando en cualquier esquina. La realidad, como de costumbre, era mucho más sencilla: los únicos felinos a los que temer eran los gatos callejeros, marrones, blancos y negros, atigrados o con motas, que encontraban en el miedo de las gentes la excusa perfecta para expandir sus dominios. La parte norte, desde las eras hasta la ermita, era el territorio de la banda del Guapo motitas. El Guapo era un korat gris con la cola salpicada de pelos negros que tenía mucho éxito en las épocas de celo. Entre el Humilladero y la Costanilla aguantaban los peleones del oeste, una camada de siete hermanos que se habían hecho su lugar guardando vasallaje al motitas. Al otro lado del pueblo, llegando hasta la linde del río, estaba el matriarcado de la Tuerta, una vieja gata con un solo ojo conocida por su mezcla de zalamerías y bufidos roncos, que nunca presagiaban nada bueno. Y por último, en las casas del sur, el pillo Óliver se había erigido líder de una escisión de la banda de la Tuerta manteniendo al mismo tiempo su cómoda existencia de gato doméstico.

Con la llegada del atardecer todo el pueblo aguzaba el oído para ver si se escuchaba algún ruido fuera de lo normal, llegando incluso a mandar callar a los niños en cuanto algo se movía fuera. Lo que no se imaginaban los vecinos de Candelario era que, mientras ellos buscaban un felino imaginario en el monte, decenas de ellos acechaban en la oscuridad midiéndose en violentas batallas campales en las que los bufidos resonaban como si de los rugidos de una leona se tratasen.

 

Foto de portada: ©RainWaterGallery

 

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