Era una noche de fiesta cualquiera; un sábado sin fecha concreta de mi juventud en el que junto a mi grupo de amigos salí a tomar algo. La idea era la de siempre: jugar al duro, ir a una discoteca, ver bailar a los que bailan y, con un poco de suerte, conocer a alguien. Esto último era lo de menos, pero como suele decirse, soñar es gratis.
Habíamos empezado la ruta en el Tosca, un bar del centro de los que por la mañana ponen cafés y pinchos de tortilla a jubilados y por las noches litros de cerveza y calimocho a juerguistas como nosotros. Cada uno pidió lo suyo, unos cuantos vasos pequeños y bajamos al sótano para sumergirnos en una vorágine de voces, risas y alcohol hasta encontrar una mesa de mármol en la que poder jugar. Había una de madera libre, pero cualquiera que haya jugado al duro entenderá el porqué de nuestra elección.
Después de varias rondas, cuando notamos que las tiradas cada vez eran menos precisas y las carcajadas más fáciles, acordamos que era el momento de apurar lo que nos quedase en los gigantescos vasos de plástico y cambiar de sitio. ¿A dónde? Eso fue objeto de debate, pero finalmente decidimos optar por la comodidad de la discoteca más cercana que tuviese buen ambiente y copas baratas.
A pocos pasos del Tosca un neón horrible nos daba la bienvenida al Palladium, un rocambolesco lugar en el que el horror vacui era la norma. Luces indirectas de todos los colores te llevaban hasta una barra de latón con unas butacas altas de terciopelo; del techo colgaban arañas y bolas de discoteca que reflejaban el fulgor de bombillas ahorcadas por sus propios cables. Una máquina de palomitas era constantemente asaltada por la clientela para llevarse algo a la boca con lo que acompañar las bebidas y, un poco más allá, la pista de baile tenía varios rincones oscuros en los que se podía ver figuras muy juntas iniciando sus escarceos nocturnos.
No recuerdo mucho más de aquella noche, pues al poco de pagar mi bebida me quedé absorto mirando la decoración del local. En concreto llamó mi atención una fotografía en blanco y negro que había en una de las paredes, entre una bicicleta colgada bocabajo y un buzón de correos. Era una imagen antigua de dos señores mayores, dos bustos recortados en óvalo dejando ver lo que parecía el inicio del vestido de los domingos. Todo en las dos imágenes contrastaba: ella de negro y él de traje; ella con el pelo peinado hacia atrás y él con raya alta; ella con gesto dulce y él con un rictus severo que le deformaba las puntas del bigote.
Pero lo que más fascinaba era encontrar una foto como aquella en un bar de copas como el Palladium. ¿A quién se le habría ocurrido ponerla allí? ¿Por qué? ¿Serían familiares del dueño de la discoteca? ¿De alguno de los empleados? ¿O simplemente la encontraron en un rastro y la compraron a precio de saldo para colocarla en esa pared? Y, de ser así, ¿quiénes eran esas dos personas? ¿Se acordaría alguien de su familia de ellas? Porque tendrían familia, ¿no? ¿Llegaría algún nieto de esa pareja a entrar en el Palladium y se encontraría con sus abuelos decorando la pared? ¿Qué diría al verlos?
Al final esa noche jugué al duro y fui a una discoteca, pero ni vi bailar a los que bailan ni conocí a alguien. Y sin embargo me acuerdo perfectamente de aquella foto de los dos señores mayores que estaba iluminada por luces azules y verdes y rojas y amarillas que tantas preguntas me provocó.
Foto de portada: ©Pexels
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Interesante relato , quién serán ésas imágenes? qué historia habrá…?