Guido estaba trabajando en el campo como cualquier otro día, protegido del sol por su enorme sombrero, cuando un pinchazo en el dedo le hizo detenerse. Algo le había picado al arrancar unas matas. No supo qué había sido, pero en poco tiempo empezó a sentirse mareado. La pesadilla cobró forma cuando cayó redondo y se lo tuvieron que llevar al interior de su casa.
Su delirio continuó con grandes fiebres, dolores y cataplasmas en la frente. Decenas de crucifijos y estampitas rodeaban su lecho, por el que no dejaban de pasar familiares para darle ánimos y cuidarle. El doctor dijo que sería cosa de esperar, de ver cómo reaccionaba su cuerpo al veneno.
A los dos días Guido estaba débil, agotado de luchar contra la toxina que iba emponzoñando su vida minuto a minuto. La fiebre seguía alta, los músculos tensos y el dolor cada vez más metido en su cuerpo. Respirar era un triunfo, y la poca agua que era capaz de beber le arañaba el esófago convirtiendo cada sorbo en un tormento. A la mañana siguiente pudo ver a través de la niebla febril que le hundía los ojos a toda su familia en el cuarto de al lado, y supo que no tenía ninguna posibilidad.
Durante la jornada familiares y amigos pasaron por su lecho para dedicarle palabras de aliento y muestras de cariño. Para cuando llegó el atardecer no quedó nadie en la comarca sin despedirse de él. Fue entonces cuando el terror comenzó, al ver cómo las imágenes de santos y los crucifijos empezaron a desaparecer de los laterales de su camastro, dejando su habitación limpia de toda muestra de cristiandad. Después, con una caricia, le levantaron la cabeza para colocarle un yugo sobre el que reposar el cuello. Incluso entre todos los dolores que sufría pudo reconocer el tacto áspero de las astillas clavándose en su nuca. Guido sabía lo que eso significaba: habían llamado a la acabadora.
Cuando el sol se apagó del todo, una única vela daba algo de calor a la estancia. Guido, ya sin resuello, sólo podía esperar lo inevitable con el corazón desbocado. Por encima de sus propios estertores pudo escuchar, desde lejos, unos pasos cortos y pausados que crujían sobre la arenilla del camino. La terrorífica sombra de la acabadora pronto se dibujó en la puerta recortada por la luz de la luna.
Pánico. Dolor. Indefensión. Nada podía hacer Guido pues su suerte ya estaba echada. Sabía que era lo mejor, la única forma de huir de una muerte agonizante. Todo acabaría pronto.
Guido notó la mirada de la acabadora desde el umbral de la puerta. Después vio cómo se acercaba sin hacer un solo ruido, casi levitando sobre el suelo. Su vestido negro flotaba. Al llegar al lecho dedicó un momento para acariciar su sudorosa y macilenta frente, una última muestra de afecto antes de terminar con su vida. Guido tragó saliva y abrió mucho los ojos al ver cómo esa terrorífica mujer levantaba el garrote sobre su cabeza.
El corazón le latía desbocado. Quería levantar las manos para protegerse pero no podía. Sólo podía sentir miedo ante el golpe que iba a desnucarle contra el yugo que rozaba su cuello.
Guido abre los ojos con el mal cuerpo que le ha dejado la pesadilla revolviéndose todavía en su interior. El recuerdo, vivo en su memoria, sigue haciéndole temblar. Está empapado en sudor. Por suerte todo ha sido un mal sueño. Intenta ponerse de pie para beber algo de agua, pero al hacerlo se da cuenta de que sus brazos no le responden. Le duele todo el cuerpo. La fiebre es alta. Su almohada ha sido sustituida por un tosco yugo cuyas astillas se le clavan en la nuca.
Desde la puerta, abierta de par en par, la luz de la luna trae el sonido de unos pasos cortos y pausados que crujen sobre la arenilla del camino.
La acabadora está cerca.
Foto de portada: ©Engin_Akyurt
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