Llevaba años con ganas de probar aquello. Desde que era pequeña se podría decir. Siempre le habían llamado la atención los característicos trajes blancos y las elegantes posturas, y si no se había decidido a intentarlo antes era porque no se habían dado las condiciones adecuadas. O falta de dinero, o falta de tiempo, o falta de ambas. La vida y sus misterios. Pero por fin estaba allí, cerca de la Real Academia frente a un escaparate en el que las armas brillaban bajo la luz de las farolas. Tras respirar hondo abrió la puerta y cruzó el umbral.
En el recibidor le esperaban las miradas de un hombre y una mujer que estaban sentados a ambos lados de una mesa grande. Las paredes pintadas de color rojo adornadas con imágenes de antiguos lances le transmitieron la calidez necesaria para relajarse ante el frío sonido de los hierros chocando en el piso de abajo. La dureza de los golpes y las voces que los acompañaban le impactaron mucho, pero no pudo pensarlo demasiado pues la pareja de la mesa le observaba esperando al menos un saludo. Tras las presentaciones de cortesía se dio cuenta de que el hombre era el director de la escuela –había visto su foto en internet–, encontrando en él el porte de los maestros de esgrima que aparecen en las películas. Un estudioso de lo suyo al que podía imaginarse en una pequeña sala con las pupilas clavadas en viejos volúmenes tratando de encontrar una estocada imparable oculta entre cientos de movimientos posibles.
La mujer le resultó muy simpática, respondiendo a sus preguntas con educación para después guiarle hacia el vestuario femenino por un pasillo estrecho lleno de taquillas, la mayoría sin llave. Por el camino se cruzaron con un hombre alto y delgado que les saludó con una sonrisa. Una vez en el vestuario se puso ropa deportiva y volvió a la entrada, donde estaban las escaleras por las que se escapaba el ruido del sótano: mezcla de aceros chocando, gritos y murmullo de risas y conversación.
Abajo el ambiente estaba cargado, con unas quince o veinte personas de todas las edades batiéndose, viendo batirse a otros, bebiendo agua junto a una fuente o simplemente descansando en alguno de los bancos. A la izquierda un gigantesco armero lleno de caretas y floretes ocupaba buena parte de la pared izquierda, y tres pistas donde sus respectivos tiradores dirimían sus duelos concentraban la atención de los demás esgrimistas. Al fondo el lugar se ampliaba con más pistas y un espejo gigante que cubría la pared derecha. El buen humor imperaba, y eso lejos de relajarla le hizo sentirse aún más incómoda en ese territorio extraño de reglas y códigos desconocidos. Fondo, pase, contra de sexta… todo términos ajenos a su léxico que oía en las bocas del resto como si fuesen parte habitual de la conversación. Un argot nuevo que esperaba dominar algún día.
¡Último tocado!, escuchó que alguien gritaba, y pronto la gente se empezó a levantar acercándose a los únicos duelistas que seguían batallando. La plasticidad de los movimientos era magnífica, bailando ambos contendientes en un intento continuo de traspasar la defensa rival. Todo terminó en un suspiro tras un choque de hierros y un giro rápido de muñeca que arrancó un bufido de sorpresa a más de uno. Los dos tiradores se dieron la enhorabuena y se fundieron en un abrazo para después colocarse con el resto de sus compañeros dando la espalda a las escaleras. Frente a ellos se situaron dos hombres con barba que parecían los maestros, y tras un breve comentario de uno de ellos procedieron a hacer una especie de saludo coreografiado formado por tres movimientos del arma.
¡Grupo de iniciación!, se oyó mientras todos los esgrimistas saludaban a los maestros con un apretón de manos. ¡Que se acerquen los que vengan al grupo de iniciación! Fue entonces cuando reparó en seis personas sentadas a su izquierda con un aspecto similar al suyo: todos con cara de no saber qué hacer pero con determinación brillando en la mirada.
Ella no tenía ni idea de qué le iba a deparar su primera lección de esgrima. Tenía miedo de que algún golpe le hiciese daño, de ser torpe o no aguantar el ritmo, pero en ese momento le daba igual. Estaba allí para aprender y hacer caso a lo que le dijeran. No en vano la escuela cumplía su décimo aniversario y la gente parecía contenta. Algo bien tendrían que estar haciendo.