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Gigantes

Abro los ojos y vuelvo a toparme con la fría caricia del suelo de mi celda. Tiene el tamaño suficiente para que pueda tumbarme y dar vueltas por el suelo, y barrotes gruesos y altísimos, como tres veces mi estatura. Sigo sin poder moverme bien, e intentar recordar es un infierno que hace que las neuronas rechinen dentro de mi cráneo y me duela la cabeza.

La celda no es mi única prisión: mi cuerpo me traiciona impidiéndome moverme con soltura. Desde que llegué aquí apenas puedo tenerme por mi mismo, y cada gesto que hago es más un espasmo que una decisión coordinada por mis músculos. Mi memoria, mis extremidades, nada funciona. Tampoco mi vista, perdiéndose el mundo que me rodea en borrones amorfos que apenas puedo identificar.

Sin embargo lo peor de todo no es estar encerrado. Ni siquiera estar encerrado en este cuerpo fofo que apenas puede funcionar. Lo peor son ellos. Los gigantes. Este mundo extraño y peligroso está plagado de ellos, infestado por sus creaciones. Hacen y deshacen a su antojo, y para ellos soy una simple mascota a la que tener alimentada y guardada en una jaula. A veces me despierto y los gigantes están ahí, mirándome desde arriba con sus cabezas pegadas a mi jaula. Después alargan sus brazos y me cogen sin preguntarse si quiero o no, y me zarandean de un lado a otro hablando en un idioma que no alcanzo a entender.

Ayer, o creo que fue ayer porque mi memoria mezcla las pocas vivencias que soy capaz de almacenar, me llevaron a un lugar muy ruidoso en el que los gigantes se juntan para comer. Mis oídos se han vuelto muy sensibles pero a ellos no parece importarles mi sufrimiento. Allí, atado a una silla, me exhibieron ante otros gigantes que me observaban y amenazaban con comerme ante la pasividad de mis dueños. Fue horrible. No he pasado más miedo en mi vida.

Otro día decidieron pasearme en esa silla maldita por un lugar lleno de criaturas endemoniadas cubiertas de pelo que gritaban a mi paso. Tenían unas bocas gigantescas y dientes enormes, algunos tan grandes como mis dedos. Apenas podía controlar los chillidos cuando se me acercaban, y los gigantes, en vez de salvarme, se reían y dejaban que esas alimañas arrimasen sus bocas a mi cara y me chupasen para conocer mi sabor.

No sé qué he hecho para merecer la tortura constante que es vivir en este mundo. No sé qué ha podido salir mal. Yo venía a hacer algo, tenía un propósito… o quizá es sólo mi imaginación jugándome una mala pasada. Igual he venido aquí simplemente por azar. En cualquier caso he de mantener la cordura, tener la mente alerta y seguir adelante. Dependo de mi ingenio para sobrevivir. Cada día será una lucha, pero nadie dijo que fuese fácil ser un bebé recién nacido.

 

Foto de portada: ©Tama66

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