La llegada al pueblo se había planeado meticulosamente hacía dos jornadas. Durante horas se revisaron mapas, planearon rutas y se preguntó a la población local la mejor forma de llegar a ese recóndito lugar en el que según Inteligencia se encontraba un fuerte destacamento alemán esperando para destrozar su ofensiva. Debían pillarles por sorpresa.
Al frente del escuadrón encargado de realizar el asalto se había colocado un oficial inglés con reputación de juicioso en la planificación y valiente en el combate. Una combinación difícil de encontrar pero necesaria para ganar batallas. Desde su llegada al continente en Normandía, en la playa de Sword, se hizo un buen nombre al advertir el peligro que suponía el avance de la 21ª División Panzer en respuesta al desembarco. Su intuición salvó aquel día muchas vidas. Esa hazaña, sumada a otras posteriores, le había hecho ganarse el dudoso honor de tener que entrar con sus hombres en la boca del lobo.
Desde los alrededores de la localidad, apenas marcada como un puntito blanco en el mapa, no se veía ni rastro de vida. Aquel enclave era importante pues a su lado pasaba un río que, de tener que vadearlo, les llevaría varios días. Todo un inconveniente para el avance por territorio francés. Por ello debían arriesgarse a entrar y que fuese lo que Dios quisiera.
Las primeras casas no daban señales de fatiga bélica, sin embargo las calles cercanas mostraban gruesos surcos de ruedas de camión y, lo que era peor, orugas de tanque. Una división acorazada había pasado por allí no hacía demasiado tiempo.
Una vez visto el panorama, el oficial inglés ordenó detener el avance. Iban a ciegas por territorio enemigo y las posibilidades de carnicería aumentaban a cada paso. Como siempre que se encontraba en ese tipo de situaciones puso los brazos en jarras, respiró hondo y dejó que su instinto le dictase por dónde continuar. El sol pegaba fuerte en el cielo, pegándole el uniforme a la espalda con el sudor. La vista le impedía ver más allá del laberinto de calles. Nada se oía. Una leve brisa acariciaba su frente trayendo un olor que le era muy familiar. Era incienso, de modo que el templo del poblado no estaría muy lejos.
Fue en ese momento cuando escuchó un ruido en unos arbustos cercanos. Calmó a sus hombres y se acercó con mucho cuidado hasta la maleza con el cañón de su Enfield No.2 por delante. No era una iglesia lo que tenía cerca, sino un cura que, tembloroso y con los ojos muy abiertos, le miraba desde su refugio de ramas y follaje. Al verle, el oficial inglés levantó su arma, la guardó lentamente en su funda, y sonrió. Ver al sacerdote le había dado una idea. No hablaba francés, pero sabía cómo comunicarse con él.
– Ubi sita germanorum? —le preguntó en voz baja.
El párroco le miró con un extraño gesto en la cara. El oficial dudó de si había pronunciado bien, pero al poco se dio cuenta de que las lecciones de latín que aprendió de niño por fin iban a servirle de algo. Desde el refugio verde, los ojillos del cura brillaron y un susurro le trajo la información que necesitaba.
– Germani in ponte sunt.
Foto de portada: ©Tama66
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