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Entre cajas

Los ecos de la voz de la cantaora resuenan por los pasillos acompañados por el rasgueo de las guitarras. Hay muchos huecos entre frase y frase. Así es el flamenco, tan íntimo y tan roto en la garganta que necesita de la sutileza del silencio para que la fuerza penetre en la audiencia y de tiempo para que repose hasta el siguiente quejío. Sin embargo a él no le importa nada de eso. Entre cajas poco importa si la gente se emociona o no. Entre cajas se está trabajando.

Lleva en el teatro desde las once de la mañana, han pasado diez horas desde que llegó. Vestido de negro impoluto ha abierto las puertas a los encargados de limpieza, ha encendido luces y preparado el escenario. Todo solo. Todo en silencio.

A las dos han aparecido los técnicos de sonido, a los que ha mostrado las instalaciones moviéndose entre los laberínticos pasillos del teatro. Son muchos años entre ellos: los conoce como si fueran los de su propia casa. Como un fantasma los recorre día tras día haciéndolos un poco más suyos, si es que eso es posible, anticipándose a todas las necesidades de los diferentes artistas, compañías y espectáculos que pasan por allí. Nadie le pide cuentas ni le dice cómo hacer las cosas. Todos saben que el trabajo estará hecho.

A las seis llegaron los intérpretes, a los que mostró los camerinos, llevó agua y atendió con educación. Los de hoy son gente amable, con la que da gusto trabajar. Ya no aguanta a los petimetres pagados de si mismos que sólo quieren escuchar su propia voz. A esos los trata igual de bien, pero jamás hace un extraordinario por ellos. Él tiene muy clara su labor, pero también tiene sus normas.

A las siete y media le avisan de la apertura de puertas a público. Hora de apagar luces entre cajas, dar los avisos pertinentes y las órdenes oportunas. Cuando es la hora de comenzar se lo indica a los artistas y él mismo da los primeros aplausos para que el público se anime. Su parte está hecha. Ahora sólo queda esperar.

Con pasos gatunos camina tras el telón de fondo, negro y pesado para que no se mueva con facilidad. El suelo de madera resuena con cada pisada, de modo que hay que tener cuidado para no hacer ruido. A su lado hay dos pianos preparados para el concierto del día siguiente que tendrá que colocar cuando termine el espectáculo del día. Él, sin embargo, no está pensando en eso. Él va a cumplir su ritual, el mismo que lleva años realizando al terminar cada concierto que está a su cargo en el teatro.

En silencio, colocado pocos pasos detrás del lugar en el que la cantaora termina la última pieza del concierto, espera como una sombra negra oculta de las miradas del público y el calor de los focos. La música cesa y al otro lado del telón estalla la ovación final: es entonces cuando ofrece su reverencia a un público que jamás conocerá cara ni su nombre.

En su escondite él se siente importante pues sabe que sin su invisible labor ningún concierto sería posible. Sabe que, en realidad, él es el mayor artista de todos.

 

Foto de portada: ©ErikDevlies

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