No lo escucho cuando empieza sonar, es un simple sonido en el fondo de la habitación. Yo estoy atenta al móvil, a mis cosas, pero al poco tiempo me doy cuenta de que algo en ese ruido me resulta familiar. Levanto la cabeza y encuentro a mi padre sonriente frente al televisor viendo una de esas películas antiguas que dicen que son buenas y que, aunque lo son, siempre da pereza ponerse a ver. La música de la escena la toca un pianista negro al fondo de la imagen mientras los protagonistas hablan en un enmoquetado salón. La melodía suena limpia, clara, algo que choca con ese recuerdo que se abre camino en mi mente brotando de alguna parte. En mi cabeza se escucha más ajada, como una pianola de película del oeste justo antes del tiroteo en el saloon.
– ¿Qué suena, papá?
– La tele –responde mi padre sin volverse–, una peli que están poniendo.
Mis ojos ruedan dentro de sus cuencas un par de veces al tiempo que chasqueo la lengua en un gesto que mi padre odia pero que me sale cuando suelta esas obviedades.
– Me refiero a la música.
Él se remueve un poco en el sillón colocándose la camiseta que usa para estar por casa y escucha atento. Después se vuelve levemente, sin dejar de ver la película, y comenta sin inmutarse: es un ragtime. Como si eso fuese a solucionar mi duda. ¿Qué es un ragtime?
Como sé que preguntar va a llevar a una respuesta o muy corta –que no me serviría de nada– o muy larga –que tampoco iba a ayudar mucho–, prefiero levantarme e irme a mi habitación armada con mi móvil en el que rápidamente busco qué es eso del ragtime. Veo en Wikipedia artículos sobre un tal Scott Joplin y hasta oigo alguno en Youtube, pero nada de eso me sirve para saber por qué he reconocido esa melodía. Derrotada regreso al salón y me tiro en el sofá junto a mi padre, que me nota refunfuñona y duda si preguntar o seguir atento a la película.
– Pues a mí me sonaba ese ragtime y no sé de qué –termino por confesar.
Es entonces cuando mi padre se vuelve del todo, mirándome a los ojos con un punto de nostalgia brillando en su interior. Tiene una sonrisa triste dibujada en el rostro.
– Es que ese era el ragtime favorito de la abuela, y tu abuelo lo tocaba siempre que se lo pedía en el piano de casa.
Algo en mi cabeza termina de encajar y abriendo mucho los ojos pierdo de vista a mi padre, dibujándose ante mi vista el salón de una casa vieja con un piano desafinado apoyado en una pared llena de estanterías repletas de libros. Mi abuelo toca el ragtime sonriente bajo la sosegada mirada de mi abuela, que también sonríe melancólica. Supongo que le animaba ver cómo las envejecidas manos de su marido dejaban de temblar por unos instantes y los dedos marchitos recobraban su fuerza pulsando armoniosamente las teclas del instrumento. Esos sonidos, al igual que a mi me acercan a mi niñez, a mis abuelos les llevaban a algún rincón de su memoria en el que volvían a ser unos jóvenes que empezaban a salir juntos.
Me acuerdo que, cuando mi abuelo terminaba de tocar, nosotros aplaudíamos y la abuela le abrazaba y le alcanzaba su pipa, esa que ahora tenemos guardada en un cajoncito dentro de su estuche. ¿Qué tendrá de poderoso la música que puede revivir esos recuerdos? ¿Qué fuerza es esa que, al igual que a mis abuelos, me lleva atrás en el tiempo con apenas unas notas? No sé si alguien podrá darme alguna vez la respuesta a estas preguntas, pero me alegro de haberme reencontrado con este ragtime. El que mi abuelo tocaba cada vez que su mujer se lo pedía.