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El trabajo de mi padre

En la calle me miran raro y no sé por qué es. Antes todo el mundo me saludaba; la señora Schmidt me regalaba un bollo los domingos cuando iba a comprar el pan con mi madre, y aunque ya tengo doce años me hacía la misma ilusión que a los ocho. Ahora apenas nos habla. Me sigue regalando el bollo pero ya no sonríe ni dice cosas graciosas. Se limita a dármelo y a mirarme a mí, y luego a mi madre, y luego a mí, así hasta que le pego el primer bocado y parece que se le escapa un suspiro de alivio por la comisura del labio.

También nos pasa lo mismo en nuestro edificio. Los Müller ya no se cruzan con nosotros por la escalera, y eso que antes íbamos muchas tardes a dar un paseo juntos. Tampoco he vuelto a ver al anciano Meyer, el señor jubilado del bajo, que supongo sigue vivo porque su buzón se vacía cada mañana. O eso, o le roban.

No sé decir cuándo nos empezaron a tratar distinto. En el colegio también lo hicieron, pero eso puede que tenga que ver con que mi madre pidió que me cambiaran de clase. No quería que coincidiese con Berthold porque dice que es una mala influencia. Sus tíos se fueron al otro lado del muro, y desde entonces no nos llevamos con su familia. Muchos se han ido al otro lado del muro, o al menos lo han intentado. Mi madre siempre habla mal de los que se marchan. Como suele decirme, ella sabe lo que es mejor. Debe de tener una buena razón para pedirme que no hable con Berthold. Yo no he vuelto a dirigirle la palabra ni siquiera en el recreo.

A veces pregunto a mi padre por qué nos tratan raro. Él no me responde jamás. Creo que le echa la culpa a su nuevo trabajo. Hace unos meses le oí decirle a mi madre que le habían cambiado de puesto, pero como lo escuché a hurtadillas detrás de la puerta de su cuarto nunca me he atrevido a preguntar. Mi padre es muy cariñoso conmigo, me ayuda a hacer los deberes y me cuenta historias, o al menos eso hacía antes. Ahora está más triste, aunque sigue dándome besos y llamándome Hilda-Dilda. Es el partido quien me ha puesto ahí, zanja la discusión, y sin explicarme qué o quién es el partido se calla, vuelve a su botella medio vacía y fuma mirando por la ventana con la luz apagada hasta que se arrastra gimoteando hacia la cama. Igual la gente nos mira raro porque saben que mi padre llora y bebe todas las noches.

 

Hoy estoy acompañando a mi madre a hacer recados. Es viernes por la tarde y hace buen tiempo; la primavera se ha adelantado y no hay nubes. Vamos primero al zapatero a recoger unas botas de mi padre, luego a la frutería y más tarde a la pescadería. Mi madre pide algunas cosas que no tienen, pero de alguna manera se las apañan para llenarle el cesto. Dando un paseo llegamos hasta cerca del muro, cosa que no solemos hacer. Es feo cerca del muro. De pronto oímos un montón de gritos y varias explosiones muy fuertes que vienen de arriba. Todo el mundo grita. Mi madre me tira del brazo, pero consigo acercarme al gentío y entonces veo a mi padre tembloroso con un fusil humeante apoyado en el hombro. En ese momento se gira y me encuentra entre la gente, y suelta el fusil y se lleva las manos a la cara. Dejo de verle porque desaparece tras el parapeto de la atalaya que hay junto al muro.

Algo chilla en mi interior, el velo de la niñez se rompe y entiendo lo que ha ocurrido.

Sé que mi padre me quiere, y sé que yo le quiero. Mucho. Pero también sé que mi padre es guardia del muro de Berlín y que acaba de matar a una persona inocente.

 

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