fbpx

El pueblo menguante

Soy de un pequeño pueblo de Castilla. Baste decir de él que es uno de esos pueblos menguantes que salen en las noticias y por los que ningún político hace absolutamente nada. Yo no puedo decir mucho pues me fui de allí a eso de los dieciséis años para estudiar el bachillerato, pero vuelvo de vez en cuando con mis padres para recordar, o más bien para que ellos recuerden, los viejos tiempos.

En mi pueblo menguante las casas cada vez están más frías, las calles más apagadas y los terrenos menos cuidados. Hay caminos ahora que no son transitados en todo el año, ni siquiera cuando el verano trae calor y familias que escapan de la ciudad para ruralizarse de forma temporal. Por ellos crecen ahora pequeñas selvas tamaño bonsái, con hierba y hiedra devorando las piedras.

No es que me dé pena ver menguar a mi pueblo. Pasa en todas partes, es algo natural. Hasta cierto punto me gusta: le da un encanto especial en invierno, cuando anochece, con sus pocos hogares iluminados y el resto rodeándolos como si de alguna forma se estuviese replegando sobre sí mismo. De vez en cuando alguna casa se da por vencida y cruje por el peso de los años: el tejado se hunde, las piedras rechinan, y luego se hace el silencio ante la mirada de los vecinos que, solemnes, se acercan recordando a la familia que alguna vez la habitó.

La mayoría de las veces, cuando ocurre algo así, se termina hablando en la plaza, junto al caño, de las personas que ya no están en el pueblo y que tuvieron relación con la casa que se ha venido abajo. La memoria muchas veces flaquea, y los recuerdos de unos no concuerdan con los de otros. Al final el puzle de historias se acaba haciendo encajar forzando unas piezas a abrazarse a otras, dando lugar a narraciones incomprensibles para todo aquel que no intuya la necesidad de los vecinos de mantener, aunque sea de forma inventada, la memoria del lugar en el que han vivido toda su vida.

Sin embargo hay sitios que ni la mejor de las memorias es capaz ya de salvar del olvido. A las afueras del pueblo menguante, una vez superado el círculo de casas vacías que rodea su núcleo vivo, hay a un campo perennemente agostado rodeado por una cerca de piedra que parece llevar toda la vida allí. Y en medio de la parcela, acariciado por espigas y ratoncillos, está el arco redondo de una puerta que no lleva a ninguna parte. Es una puerta a la nada que se conserva como testigo de una casa de la que no quedan ni los cimientos.

Siempre que vuelvo a mi pueblo camino hasta esa puerta olvidada y me pregunto quién la construiría, a qué tipo de edificio daría entrada o qué utilidad tendría para aquellos que la cruzaron. También pienso en el momento en la última persona que la utilizase, en si era consciente de que era la última realmente, y en cómo los habitantes del pueblo se olvidaron de ella hasta el punto de no recordar absolutamente nada de su existencia.

Cuando regreso por el camino, mi último pensamiento es siempre el mismo: un día esa puerta tuvo un propósito, pero el paso del tiempo hizo que fuese olvidado. Un poco como nos pasará a todos, tarde o temprano.

Foto de portada: ©Jonny Gios

¿Te ha gustado el relato?

Deja tu opinión en un comentario o si lo prefieres cuéntamelo en Twitter o Instagram.

Y si quieres más puedes descargarte mis libros Confinados y Un día en la guerra totalmente gratis en esta misma web.

¡Disfruta de la lectura!

Deja un comentario