Es mi padre el que me arregla la pajarita en el camerino, ya que yo solo apenas me apaño. De hecho las manos me tiemblan casi todo el tiempo, sólo se me paran cuando me siento delante de la partitura. Se me hace difícil explicar por qué, simplemente pasa. Como si la dificultad que entraña la interpretación hiciese que la concentración que me hace falta para ejecutarla restase importancia al resto de cosas que ocurren en mi cuerpo, que no son pocas.
He estado enfermo desde que tengo uso de razón. Problemas en los pulmones, de movilidad, de vista, de piel… Sin embargo mis padres siempre me educaron para enfrentar la vida con coraje y determinación. No optimismo, tampoco hay que pasarse, pero sí siendo consciente del saludable abanico de opciones tanto buenas como malas que tengo.
Lo mío con la música empezó como para tantos otros: por casualidad. Ya había escuchado el piano alguna vez, pero no fue hasta que con el colegio nos llevaron a un concierto que supe realmente lo que era presenciar el paseo de las dos manos por el teclado. Las emociones que puede generar. No soy capaz de definir con palabras lo que supuso para mí aquello, pero cuando llegué a casa lo primero que dije a mis padres era que quería aprender a tocar el piano.
Como ya he dicho, mis padres siempre me han animado a coger la vida por los cuernos, de modo que en poco tiempo consiguieron apuntarme a clases de piano. La cara de mi profesora fue un poema al verme entrar con mi temblequeo y mi ojo vago, pero también fue un poema al ver que, al tocar las primeras notas de una melodía sencilla con la mano derecha, mis estertores mermaban y hasta mi ojo malo parecía querer mirar a las teclas. Cuando se lo contaba a mi madre casi se echaba a llorar.
Desde entonces llevo tocando el piano, y ya desde hace unos años puedo decir que me dedico a ello de manera profesional. Necesito ayuda para algunas cosas, pero como tantos otros grandes pianistas de la historia. Como aquel que abrazaba a su peluche antes de los conciertos y si por lo que fuese se le olvidaba en el hotel amenazaba con cancelar. O aquella otra que pedía a su agente que le empujase al escenario ya que el miedo escénico le paralizaba antes de cada actuación. Ellos con sus cosas y yo con las mías.
Sé que jamás seré Rubinstein, ni lo pretendo. Tampoco un mono de feria al que ver trastabillar por el escenario hasta sentarse frente al teclado. Huyo de que me tachen de héroe o de pobrecito en entrevistas, aunque entiendo que mi condición crea expectación. Yo soy yo mismo, con mis virtudes y mis defectos como pianista. Y con ser yo mismo me basta.
Foto de portada: ©Pexels
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