La algarabía y el jolgorio estallaron dentro del café en cuanto se le vio entrar por la puerta, zalamero como siempre sonriendo a todos los parroquianos que se acodaban en las mesas para disfrutar de algún refresco con el que sobrellevar el estío madrileño. Dando dos vueltas sobre la mullida alfombra de terciopelo blanco resolvió sentarse jadeando por el calor a la espera de que alguien le convidase a un cuenco de agua y, con un poco de suerte, a un churro. El perro Paco se había convertido en poco tiempo en el epicentro de la sociedad madrileña, permitiéndosele entrar en cualquier establecimiento, pasando según qué noches en el café de Fornos cuando se cansaba de las cocheras de la calle Fuencarral y disfrutando, en definitiva, del aprecio de toda la capital. Las crónicas periodísticas le dedicaban afectuosas palabras ensalzando sus cabriolas y juegos, al punto de tener varias coplas dedicadas a su perruna figura. Era ya pasatiempo de los aficionados al teatro descubrir su negro pelaje en los estrenos más distinguidos, sorprendiendo al público cuando se unía sin disimulo a la claque de Felipe Ducázcal, lo que el empresario le agradecía a base de sabrosos pernicotes durante su tertulia.
El marqués de Bogaraya, orgulloso descubridor de tan fabuloso can, pidió rápidamente una limonada en vaso ancho y la dejó en el suelo llamando a su fiel compañero. Poco tardó Paco en vaciar el recipiente relamiendo los bordes mientras el noble le rascaba detrás de las orejas. Cuando terminó alzó el hocico acariciando con su húmeda trufa la mano que tan bien le trataba, respondiendo el de Bogaraya con un chascarrillo que provocó las risas de todos los que le escucharon.
Ese día no había teatro sino toros, y como si tuviera un reloj atado a la pata supo Paco que era la hora de abandonar las lisonjas y encaminarse a la Fuente del Berro si quería llegar a tiempo. La fortuna quiso que dos calles más allá el marqués de Solmirón pasase en su berlina camino del coso taurino, y sabiendo que el animal era un fanático de las buenas faenas –y aquella prometía serlo, con un mano a mano entre Salvador Sánchez Povedano y Rafael Molina «Lagartijo»– le llamó, abrió la portilla, y le dejó pasar para que se acomodase en uno de los asientos.
El camino hasta la plaza de toros se hacía un poco largo, ascendiendo hasta la Puerta de Alcalá para seguir ruta hasta la carretera de Aragón, con el cochero azuzando a las bestias sin importarle el calor. Paco por su parte se entretenía disfrutando de las caricias del marqués. Al final, entre traqueteos y voces del auriga, llegaron a los alrededores del gigantesco edificio que ni con sus más de trece mil localidades conseguía aplacar la sed de toreo de la sociedad madrileña, dejando habitualmente muchos aficionados sin entrada al agotarse estas con rapidez. Ese problema, del que vivían los pillos que revendían entradas para lucrarse de forma espuria, no lo tenía nunca el perro Paco: con pausada indiferencia se aproximó a su entrada de costumbre, hizo un par de carantoñas al hombre que guardaba la puerta, y tras las risas habituales accedió como un espectador más a su asiento del tendido nueve.
En la plaza pronto se corrió la voz de que Paco había acudido ese día a ver la faena, llegándole de cuando en cuando algún plato con agua que le enviaban desde este o aquel lugar, todo porque el animal no pasase calor. Esto lo agradecía mucho el perro, con su hocico jaspeado de canas empapado y una perenne sonrisa alegrándole el rostro. Parecía casi humano.
El primer toro cayó y el respetable estalló de júbilo aplaudiendo al Lagartijo, que había puesto el listón alto a Povedano con una sucesión de verónicas muy del gusto del presidente. Una oreja. Aunque no era la faena el único motivo de la alegría de las gentes, pues tras sacar al toro por el portón el espectáculo continuó con Paco lanzándose a la arena para deleitar a su audiencia con saltos, pirueteas y carreras tras los mozos del coso, que le seguían el juego con satisfacción. El público aplaudía divertido pero el que más disfrutaba de todo aquello era Paco, que había encontrado, a base de gracias, simpatía y oficio perruno, el cariño del amo más grande que todo vagabundo como él podría soñar: el pueblo de Madrid.