Creo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.
Las palabras resonaban por enésima vez en la mente de Eilmer sin apenas llegar a rozar sus resecos labios.
Creo en Jesucristo, su Único hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo…
Desde allí arriba podía ver perfectamente la curva del río Avon, las casas del pueblo, las verdes praderas y los montecillos de alrededor. Abajo, el abad y sus hermanos alternaban diferentes poses y muecas: Mientras unos se santiguaban y movían sus bocas en diferentes rezos que le protegieran, otros miraban al suelo a una distancia prudente contando con su segura caída a plomo desde el campanario. Sólo un grupo reducido alzaba la vista con curiosidad, seguros de que su loca idea de poder volar como Ícaro y Dédalo iba a funcionar.
…nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos.
Eilmer tragaba saliva mirando al suelo sin darse cuenta de que su boca estaba completamente seca. La espalda, los brazos, las axilas, la tonsura, todo él estaba empapado de un pringoso sudor frío que le hacía tiritar. Había calculado el tamaño de las alas que tenía atadas a los brazos, el peso del aparataje, la altura de la torre, el viento… incluso había reforzado la musculatura de sus brazos y espalda cargando con las pesadas tinajas del hermano Guillermo para evitar que la fuerza del aire contra la lona le desgarrase las articulaciones. Todo había sido estudiado al milímetro y aun así no podía evitar temblar de terror.
Subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso.
Era el último credo que rezaba. Su mente ya estaba lista para deslizar sus pies sobre la piedra y dejar que el Altísimo dictase sentencia. Creía firmemente en Dios, tan firmemente como en que los hombres podrían volar con un artilugio como el que había diseñado. Meses de perfeccionamiento del arnés y los correajes, las almohadillas y las lonas serían puestos a prueba ese día.
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Hoy no seré juzgado, se decía con voz temblorosa. Para eso queda mucho. Y si lo soy, sea bienvenido el juicio.
Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.
Aguantando la respiración, las sandalias del monje resbalaron de la fría roca del campanario de la Abadía de Malmesbury. No cerró los ojos al notar la caída, pues no cayó. Una risa clara y fresca como el aire brotó desde sus pulmones al ver cómo el aire le sostenía llevándole hacia adelante y no hacia abajo, hacia el progreso y no a la muerte. Junto al portón del templo sus asombrados hermanos salieron corriendo tras él alabando a Dios. El viento se le metía en los ojos llenándoselos de lágrimas de alegría, sintiéndose más cerca del Creador de lo que nadie lo estuvo nunca.
— ¡Una cola, eso es lo que me ha hecho falta! —dijo a los pocos días mientras se recuperaba de la fractura de sus dos piernas al aterrizar— La próxima vez no habrá ningún problema. Ya lo veréis, ¡el hombre volará como las aves antes de que acabe el siglo!