Tradición, quizá la forma más estúpida, orgullosa y noble de jugarse la vida. Es treinta y uno de octubre y llevo una semana sin pegar ojo. Como cada año. La tradición manda, y va en mi sangre cumplir con ella. Aunque sea esta, según creo, la última vez. El último de los Mariquelos ante la llamada de su secular misión.
El traje charro es incómodo para trepar. No importa el de qué comarca se escoja: ninguno está pensado para engancharse como un mono a los salientes hasta hacer cumbre. Reviso la faja y sobre todo las botas, pateando con fuerza en el suelo adoquinado para después arrastrar las suelas y flexionar el empeine. Por suerte el agarre parece sólido.
La tradición dice que alrededor de las doce tengo que estar arriba así que debo darme prisa. Salamanca ya se agolpa en la Plaza de Anaya para escuchar mi responso, nada muy elaborado ni muy nuevo, simplemente contar por qué tengo que trepar una torre a cien metros de altura vestido con el traje regional. Por qué va a ser, por la tradición. Porque en mil setecientos cincuenta y cinco el terremoto de Lisboa se sintió en toda Salamanca, y pese a que la población se refugió en el templo para rezar no hubo ni un muerto. Porque para conmemorar la fecha el Cabildo ordenó que todos los treinta y uno de octubre subiera alguien a la torre para dar gracias a Dios y pedir que el terrible suceso no se repitiera, comprobando de paso el estado de la construcción y la inclinación de la torre. Y porque quiso la suerte que la tarea cayese en un antepasado mío, convirtiéndose en obligación familiar. Así termino la explicación y la gente abajo aplaude como loca, animando para lo que me espera.
Subo por las estrechas escaleras hasta la última balconada. Está nublado pero parece que no va a llover, y el viento zarandea mi chaleco. Huelo a humedad mientras me coloco la gaita charra y el tamboril, me calo el sombrero a las sienes y abrazo a los familiares que han decidido acompañarme en el momento previo a la subida. Luego me santiguo encomendándome al altísimo y miro a la veleta.
Encarnar una tradición de más de doscientos años enorgullece, me digo sobre el tronar del silencio de la ciudad en mis oídos. Los primeros pasos son sencillos, poco a poco por la escala metálica que hay clavada en la roca. La complicación llega más arriba. Arranco a sudar cuando piso el cimbalillo, e intentando no patinar con los excrementos de aves que pavimentan la campana me giro hacia el abismo para saludar, sombrero en mano, a la rasgada ovación que trepa por la piedra insuflándome aliento. Ahora viene lo bueno. A base de fuerza bruta asciendo por el cupulín mientras el viento, que parece dispuesto a darme un susto, remueve peligrosamente el tamboril a mi espalda. Sólo las protuberancias de la roca y los garfios de metal incrustados en la estructura me ayudan, resbalosos de musgo y frío, hasta el punto en el que debo trepar en vertical por el pináculo de la veleta. Descanso un momento tomando aire y tras restregar las manos sobre el pantalón para quitarles el sudor hago caso omiso del temblor de mis piernas y sigo adelante.
El siguiente reto es la bola metálica que da pie a la veleta. Está fría, muy fría, congelando mi diestra en cuanto aferro los dedos a una de las láminas que la forman. El corazón, antes tranquilo, ahora castiga mi pecho cañoneando sangre desde las costillas hasta los oídos mientras el aire zurrea a mi alrededor. En el peor momento, cuando ya no tengo apoyo en la piedra y mi peso cuelga del lateral de la esfera, la mano se me resbala haciendo que por un momento todo se vuelva negro. Afortunadamente mis músculos reaccionan por instinto anulando el peligro, pero como no tenga cuidado voy a llegar al suelo mucho más rápido de lo que querría.
Tiemblo, sudo y me estremezco. Siento vértigo. Tengo miedo.
Las nubes están cerca al hacer el último esfuerzo y superar el mareo que me zarandea al son del viento. Algo me llama desde arriba con un gris azulado que brilla al tapar el sol. Castañeteándome los dientes paso una pierna y un brazo alrededor de la veleta, que parece devolverme el abrazo recibiéndome con cariño tras un año sin vernos. Es entonces cuando cierro los ojos y me arranco con una charrada a golpe de gaita y tamboril acompañado por la multitud que, desde el suelo, aplaude a rabiar. Ni los oigo desde aquí.
Sin saber muy bien lo que me voy a encontrar reduzco la presión de mis párpados para que el mundo se muestre ante mi privilegiada atalaya. Los Arapiles se abren al otro lado del río, pudiendo escuchar en la agitación del aire los estallidos de la batalla que allí tuvo lugar hace doscientos años. Entre mis pies la catedral me mira como mira a Dios, pequeña e insignificante pese a su enorme tamaño. Lejos quedan los bronces de La Clerecía, de La Purísima o de San Esteban, con la Plaza Mayor formando el irregular pero asombrosamente armónico cuadrilátero que decía Miguel de Unamuno. La ciudad más bonita del mundo desnudándose sólo para mí como ya lo hizo para mis antepasados. Los únicos que hemos disfrutado de esta hermosa vista forzados por la tradición.
Trago saliva dispuesto a terminar la faena saludando por última vez a las gentes antes de despedirme para siempre de la veleta. Beso el metal como cada año, consciente de que es la última vez que un Mariquelo hace este gesto. No imagino a alguien tan loco como para trepar cien metros vestido de charro por mantener la tradición.
O quizá sí, nunca se sabe. Cosas más raras se han visto.