Llevaban ya unos minutos jugando cuando entró el hombre del perrito. Marcos y Laura, asentados ya en su nueva hura, se habían atrevido a desarrollar allí uno de sus pasatiempos favoritos de cuando el bar de Antonio estaba abierto. La idea era quedarse en silencio y aguzar la oreja y el ojo en busca de la charla más interesante. Como aquella vez que una pareja rompió de la forma más rocambolesca delante de ellos con lanzamiento de copa incluido, o esos amigos que se confesaron estar enamorados de sus respectivas hermanas al mismo tiempo. La vida en estado puro.
El juego tenía sus normas. La primera era dar a entender al otro qué conversación se estaba siguiendo en todo momento. Ya fuese con un movimiento de ceja o una escueta señalización con el índice ambos tenían que estar en el ajo. Otra norma era no reírse. En realidad era no incomodar al observado. Una cosa era asomarse de una forma más o menos obscena a la vida de los demás y otra hacer que se sintiesen ridículos. Ya comentarían la jugada más tarde, cuando estuviesen solos y nadie pudiera oírles.
De momento no había nada demasiado suculento en el local. Un variopinto grupo de amigos llevaba varias rondas de animada conversación sin ningún tipo de interés más allá de cuando se les cayó una cerveza al suelo. Dos señoras mayores, jubiladas hacía mucho tiempo, hablaban en voz muy baja sobre sus copitas de oporto, lanzando miradas asesinas a los chicos del fondo cuando subían demasiado la voz. Lo más sustancioso hasta el momento había sido una conversación telefónica del dueño del establecimiento con mucho insulto entre dientes dirigido a Dios sabía quién.
Marcos estaba a punto de dar la partida por terminada cuando entró por la puerta el hombre del perrito, con su corta estatura y su bigote minúsculo. La camiseta de propaganda y las bermudas ya daban a entender que no era alguien demasiado preocupado por su aspecto, pero sus calcetines blancos y chanclas a lo guiri no hacían más que corroborarlo. Tras él entró un perro enano meneando el rabo; la puntilla al modelito. Ese tipo iba a dar juego, le dijo Laura con una mirada divertida.
— Un gin-tonic, por favor.
— ¿De qué, señor?
— Larios —respondió muy serio el hombre del perrito.
Los ojos de Marcos y Laura se cruzaron muy abiertos como si no pudiesen creérselo. Encima pedía Larios. Es que menuda caricatura de hombre. El camarero tardó menos de dos minutos en preparar la bebida, sirviéndola en un ancho vaso de cristal en el que flotaron tres hielos. El perro daba vueltas a su alrededor como si necesitase salir de manera urgente.
— Cóbrese, que llevo prisa.
En lo que el camarero recogió el billete de diez euros, lo llevó a la caja registradora, sacó las monedas de cambio y se las devolvió en una bandejita plateada, el hombrecillo ya se había bebido el gin-tonic y había dejado el vaso sobre la barra.
— Es que la parienta no me deja beber, y así aprovecho el paseo del perro.
El hombre del perrito guiñó un ojo cómplice al camarero en lo que recogía el cambio y después echó a andar hacia la puerta con el animal siguiéndole de cerca. Marcos y Laura se miraron durante un buen rato sin saber qué decir.
— Si alguna vez me convierto en eso, mátame —terminó por decir Marcos.
— Lo mismo digo —contestó Laura.
Foto de portada: ©Pasja1000
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