A mis trece años empezó a asomar la patita la adolescencia, y con ella la necesidad de ser un poco rebelde, de llevar el paso cambiado y mostrarlo de alguna manera. Mi padre, que ya se temía que esto iba a pasar tarde o temprano, me preguntó qué quería y yo sin saber me fijé en las manos de mi hermana mayor y lo tuve claro: un anillo.
Mi padre se sorprendió pero no levantó ni una ceja. Se limitó a preguntarme qué tipo de anillo quería, dónde quería llevarlo y para qué. Yo, que lo único que tenía claro era la cara que iban a poner mis compañeros de clase cuando me viesen aparecer con un anillo en el dedo, no supe decirle más. Con un anillo me bastaba. Entonces mi padre me dijo si me valía uno de plata, ancho y con una filigrana cualquiera. Le dije que sí. Al rato aparecía de nuevo en mi habitación con un anillo exactamente como lo había descrito; era suyo, de cuando era joven, y era perfecto.
Tras probármelo en distintos dedos decidí que el pulgar era donde mejor me quedaba, y al día siguiente lo llevé con orgullo al instituto. El efecto no fue tan espectacular como había imaginado, apenas nadie se dio cuenta de que lo llevaba, pero yo estaba muy contento: era diferente, un punto rebelde, justo lo que quería. Mi anillo y yo solos contra el mundo.
Tras varios días me di cuenta de que no todo era tan interesante como yo lo había pensado. La gente seguía sin darse cuenta de que lo llevaba, la filigrana que tenía no terminaba de decirme nada y en la cara interior tenía un reborde afilado que me hacía un poco de daño al quitármelo por las noches. Definitivamente llevar anillo no era una experiencia tan rebelde ni tan divertida como imaginaba.
A los pocos días se lo comenté a mi padre, protestando por haberme dado un anillo que no llamaba la atención, que no me decía nada y encima me podía hacer daño. A él le hizo gracia y me dijo que eso era como la vida, que a veces se hacen cosas por razones equivocadas, con resultados inesperados y que encima podían hacernos daño.
En aquel momento no entendí lo que mi padre quiso decirme. Me quité el anillo, lo guardé y pensé en otra forma de llamar la atención. Sin embargo ahora, con los años, miro el anillo que me dio mi padre y me doy cuenta de la tontería que me dio con aquello y cómo él quiso utilizarla para enseñarme una lección.
Y es que no hace falta ponerse anillos para ser único.
Foto de portada: ©Pexels
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