Todavía recuerdo la primera vez que te vi. Era invierno, enero si no me equivoco, y estábamos en una fiesta. Yo apenas conocía a dos o tres personas, tú en cambio eras la reina del baile, como siempre. La gente entraba y salía de los balcones para fumar –el anfitrión odiaba el humo pese a que todo el mundo iba armado con al menos una cajetilla de cigarros–, y por supuesto yo no era una excepción. Era joven y guapo, o al menos todo lo guapo que una vez pude ser, y esgrimiendo una sonrisa de superioridad crucé la sala palpando el bolsillo de la chaqueta en busca del mechero. La gente se retiraba a mi paso, todos con la misma sonrisa de superioridad que yo… qué pretenciosos éramos…
Bohemios y petimetres rodeados de mediocres obras de arte en el salón, cada cual con un atuendo más estrafalario en un vano intento de aparentar algo que no eran. De distinguirse del rebaño, por así decir. Conversaciones con recargados ademanes y mezclas de idiomas, forzando una intelectualidad pueril y completamente vacía de contenido entre rocambolescas historias que contar para ganar atención. Yo por aquel entonces hablaba de mi nueva novela, esa que jamás llegué a escribir, de cómo iba a transformar el género inventando una novedoso lenguaje para contar historias… y como yo tantos otros, diletantes en el mejor de los casos dándoselas de lo que no eran tras sus gafas de sol.
Yo me movía por allí como quería, cabalgando la ola de insignificancia con naturalidad sin estar en absoluto preparado para lo que me esperaba en la terraza. Recuerdo abrir la puerta y sorprenderme al ver el balconcillo vacío, con sus dos banquitos de piedra frente a la barandilla, todo de un blanco sucio teñido del naranja de las dos lámparas que había sobre la cristalera. Con un gesto suave encendí el cigarro protegiendo la llama del viento y respiré hondo tras la primera calada, apreciando un leve movimiento junto a la balaustrada. La boca se me secó al ver una silueta en negro, la tuya, rotunda y misteriosa con la pierna asomando hasta mitad de muslo por la raja del vestido. Tragando saliva me detuve en el elegante tacón negro, la media tersa sobre el gemelo y la melena oscura derramada sobre tu espalda. No sé si hice algún ruido, pero creo que en ese momento te diste cuenta de que no estabas sola. El giro de la cabeza lo inició tu pelo dejando aparecer tu brazo en un ángulo de noventa grados terminado en unos dedos larguísimos sosteniendo el pitillo, y finalmente tu rostro vuelto hacia mí. Debí de poner una cara de idiota al verte, no por lo bella que eras –siempre lo fuiste con esa dureza de rasgos que sabías relajar para convertirlos en un gesto dulce–, sino por la larga caída de ojos que me dedicaste tras estudiarme de pies a cabeza. No fue premeditado, te lo he visto hacer mil veces, fue algo natural: un movimiento tan seductor como arrogante que haría que cualquier hombre cayese rendido a tus pies.
Recuerdo un escueto saludo y tu respuesta dejando escapar el vaho entre tus suaves labios. Te colocaste el pelo y volviste a mirar hacia afuera, a la noche que te observaba al otro lado de la terraza postrando la ciudad a tus pies. Yo avancé tímido poniéndome a tu lado e hice algún comentario absurdo que se quedó a medio camino en mi boca. No tengo tiempo para conversaciones banales, me dijiste exhalando el humo del tabaco. Si quisiese eso seguiría ahí dentro. No sé cómo siguió la conversación, pero debí de decir algo interesante, pues volviste la cabeza mirándome por segunda vez. Esta vez no había arrogancia en tus ojos, sino calculadora evaluación. Después reíste, y en aquel instante me di cuenta de que me había enamorado irremediablemente de ti. Como en una puñetera película, quién me lo iba a decir.
No pudimos hablar mucho más, al poco aparecieron unos intelectuales de baratillo que venían a buscarte. Sé que murmuré una despedida que probablemente no escuchaste y que me propuse hacer todo lo posible por volverte a ver. Afortunadamente conseguí dar contigo, ¿recuerdas?, y a esa noche la siguieron los meses más intensos de mi vida… meses de días eternos acechándonos entre sabanas empapadas, conversaciones profundas con sabor a bourbon y tequila y emboscadas en los recovecos más oscuros de nuestra personalidad…
Me acuerdo de ti cada día, pero pocas veces me permito revivir el tiempo que pasamos juntos. No es sano, supongo que lo entiendes. Hoy me permito una excepción porque hace treinta y cinco años de aquella noche, y las efemérides hay que cuidarlas. Espero que te vaya bien estés donde estés y que tú también te acuerdes de mí de cuando en cuando. Perdona que no me quede más tiempo rememorando, pero mi mujer y mis hijos me esperan.
Ya nos veremos, supongo. En la próxima efeméride.