Han pasado cincuenta años y todavía me acuerdo del frío que hacía esa mañana. Era agosto, pero eran las seis de la mañana y en aquellas tierras las temperaturas caían a plomo por las noches. Al salir de casa las farolas eran las únicas luces que podían guiar nuestros pasos.
El plan de mi padre era sencillo: levantarnos, ir a por el desayuno para mi madre y mis hermanas, coger las cañas y a pescar. Con un poco de suerte a las siete estaríamos con el anzuelo en el agua, pero antes teníamos que pasar por la churrería del pueblo, un local pequeñito con dos puertas que ya debería de tener la primera tanda recién hecha y lista para vendérnosla.
No había nadie en el local, en el que olía a aceite caliente y a churro recién hecho. Mi padre pidió un par de cafés, media docena de churros para tomar y docena y media para llevar. Yo con tener los ojos abiertos ya tenía suficiente. Ni siquiera el rico olor a café y el azúcar cayendo como nieve sobre el plato al coger los churros podían despertarme.
Supongo que el sopor matutino fue lo que me llevó a no reparar en que la otra puerta del local, la que quedaba alejada de la mesa en la que estábamos acodados, se había abierto. Tampoco ayudó que el que entrase fuese un señor bajito que se quedó con la espalda contra la pared esperando a que le atendiesen. Sin embargo el codazo de mi padre, la mirada que me echó y que se me fuera el sueño del cuerpo fue todo uno.
El recién llegado sonrió al ver nuestras caras y nos hizo un gesto para que siguiésemos sentados. Sabía que nos íbamos a levantar y parecía no querer montar una escena. Los cordeles y medallas de su uniforme militar brillaban bajo la luz metálica de los fluorescentes, y las gafas de sol cubrían unos ojillos que yo conocía bien de verlos en la televisión. El dueño de la churrería se llevó un susto de muerte al verle entrar en su establecimiento, y casi temblando se puso a preparar la comanda: ocho docenas de churros, ni más ni menos. Al pedirla, el militar se puso de perfil, y así pude admirar ese gesto tan neutro que estaba cansado de tener en mi bolsillo: ese perfil era el de las monedas que usaba los domingos para comprarme chucherías después de ir a misa.
El rato que estuvimos allí fue tenso, extraño. No se compartía local con el Jefe del Estado todos los días. Sólo se oía el sonido del aceite hirviendo y las aceleradas manos del churrero preparando paquetes. No tardó más de un minuto en salir con todo listo en un par de bolsas de papel.
– Cóbreme, por favor.
– No, señor, yo no puedo, no… —balbuceaba el churrero.
– Insisto —recuerdo el silencio que se hizo tras aquella palabra. Se notaba que estaba acostumbrado a mandar—. Y cóbreme también lo de aquellos señores, que quiero invitarles.
Mi padre y yo abrimos mucho los ojos y le dimos las gracias sin terminar de creernos lo que nos estaba pasando. Después el hombrecillo recibió la vuelta, se despidió y salió por la misma puerta que había entrado. El churrero parecía haber envejecido cinco años en los últimos cinco minutos.
– ¿Era…? —le pregunté a mi padre con el ceño fruncido.
– Era —dijo mi padre con una sonrisa apagada por la taza de café—. El Jefe del Estado acaba de invitarnos a desayunar churros.
Foto de portada: ©Daria Yakovleva
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